martes, 12 de mayo de 2009

la ventana de la esquina


Mientras camino hacia esa esquina con Agustín de la mano, que me pide insistentemente que le compre un alfajor, en una sonriente mañana otoñal de vacaciones, el recuerdo me cae en la cabeza literalmente, como una rama o una manzana que cayera de un árbol.  Ahí al lado del kiosco, esa ventana, era la casa de Fabio.  Hacía años que no pasaba por allí. Años que no lo recordaba. Tiene sus ventajas irte de la ciudad en que naciste. 
Irse: verbo en infinitivo, verbo de los deseos, del futuro.  Finalmente un día me fui.  Para los que se quedaron, los recuerdos se mantuvieron anclados a lugares reales, que cruzan a diario, fijos como barcos en el puerto.  Para los que nos fuimos, las memorias están impresas en frágiles fotografías que se nos van borrando con el tiempo, que se decoloran. Pero la casa ahí sigue, firme y rozagante con su ventana en la ochava, la puerta de madera alta, angosta, con los pomos de bronce, y el balconcito con barrotes torneados.  Se me cruza por la cabeza la canción que habla de  ¨diez años después¨.  Me recuerdo con piedad y ternura. Diecinueve años tenía yo. Ahora tengo el doble.

Nos fuimos del cumpleaños de no sé quién, caminando por la rambla, y charlando, charlando, charlando. Recién nos habíamos conocido, pero no podíamos parar de contarnos cosas. Nos fuimos de aquel cumpleaños  a eso de a las cuatro de la mañana. Caminábamos y nos mirábamos a los ojos.  Cuando llegamos a mi casa serían las siete.  La calle estaba vacía, era toda nuestra. Eramos los dueños del amanecer. Todavía teníamos cosas que decirnos. Nuestras palabras coincidían, se acomodaban perfectamente las unas con las otras como en un juego de amor (o de sexo) perfecto. 

La espina


¿Para qué sirven las espinas?

Eso le preguntó el Principito al aviador, porque quería saber si su rosa se podría defender del cordero dibujado. Bueno, la cosa es que las espinas sirven para pincharte. También las astillas, pero la que me clavé en la casa de mi suegra se parecía tanto más a una espina gordota que a una astillita inofensiva. Y sobre todo, parecía tener la intención clara de atacarme, o al menos, de defenderse. Resulta que nos fuimos a Montevideo, a ver a la familia, sobre todo a la familia política (la mía). Era el festejo de los cincuenta años de casados de mis suegros y el cumpleaños de mi suegra, todo junto. Qué paquetón. La primera noche nos quedamos a dormir en casa de mis suegros: niños en el piso, sobres de dormir, bolsos desparramados entre los dieciseis silloncitos que tiene mi suegra en el living (es que los dormitorios, que no se usan, están literalmente llenos de cosas, tan llenos que no hay lugar ni para poner una cama). Todo un lío suficiente, y ahí se despertó Guille:
-mamaaaa, me hice pis...
Ya cuando escucho el tono del ¨mamaaaaaa¨, adivino lo que viene después. Me terminé de despertar de un salto. Ahí empezamos la tarea de sacarle toda la ropa pillada al nene, la cual iba cayendo al piso en un montón considerable, que incluía, piyama, calzoncillo, sobre de dormir, medias, camiseta... Entonces, ocurrió. Me agaché para levantar el bulto pichinado, usando mi mano a modo de pala, y en eso, ay!! pegué un grito de dolor. Volaron calzones mojados por los aires, y me miré el dedo. Tenía algo negro y largo por debajo de la uña de mi índice derecho.
-¿Qué me clavé, por dios?!
No podía creer el tamaño de la astilla que había debajo de mi uña, que llegaba apenas a sobresalir. Tenía unos 12 ó 13 mm de largo y estaba bien agarrada a mi carne. Qué dolorcito del carajo! y qué bronca. Bronca, si. Algo se estaba riendo de mí en ese momento, un Alguien satisfecho de su venganza. Con su gran alma atrapada entre vigas oxidadas y techo inglés. Con sus paredes mohosas y su pintura descascarada, con sus dormitorios convertidos en guardamuebles, se estremecía levemente por la risa. O quizás era sólo despecho por mi rechazo. Ella que fue tan hermosa, ahora convertida en una embrujada.
La mañana terminó en la guardia, con tres pinchazos de anestesia, una uña cortada, y mi dedo convertido en una antorcha blanca. Como si fuera un algodón de azúcar blanco, volví dolorida a casa de mi suegra, a recoger a los chicos y a hacer las valijas. Me fui a casa de mi prima María.