miércoles, 11 de noviembre de 2009

La nueva


Después de despedirse de Andrés con una sonrisa, Elisa se subió al Peugeot con gesto seguro, y saludó con la mano mientras ponía la marcha atrás. Aceleró un poco más de la cuenta para un camino de tierra, y partió dejando una buena cortina de polvo que servía rápidamente para ocultar la silueta de Andrés, que ya estaba de espaldas entrando nuevamente a la casa a buscar sus valijas. Ya estaba todo perdido, o todo ganado. Ya no había dados para tirar la suerte, porque los dados ya habían caído hacía años. Andrés ya tenía un hijo, Marina ya tenía un hijo. Andrés se estaba yendo a Washington a vivir, con su familia: mujer e hijo. Lo esperaba una buena oportunidad, Se dijeron:
-adiós, que tengas buena vida.
Elisa se quedó en el pueblo de siempre, en la casa de siempre, con el marido de siempre, Con más hijos. Tuvo otros trabajos, y ya no volvió más a trabajar con Andrés en la redacción del Diario ¨la voz de Artigas¨. Ahora ganaba más plata como secretaria de un médico. Pero el Doctor, como todos los Doctores, no distinguía bien la diferencia entre asistente y camarera, y eso a Elisa le molestaba como piedra en el zapato. El Doctor estaba muy solo. Se le notaba en las palabras que no decía. En la mirada sonriente. Pero el Doctor además tenía su propio pedestal ambulante desde el cual hacía los chistes, y conversaba confianzudamente con Elisa. Generalmente esas charlas la ponían incómoda, le recordaban los lejanos tiempos en que armaban el diario por las tardes con Andrés, y cómo sentían que hacían la diferencia entre vacío y verdad en el pueblo, que era el universo. Ahora en cambio, Elisa se sentía la secretaria de Dios, pero de un dios en el que no creía. Un dios de mentira.
También era cierto que el Doctor le resultaba conmovedor, quizás como resultado de alguna atracción muy oculta. Tan oculta que no se podía distinguir en la oscuridad, si la comparaba con el resplandor de la imágen de Andrés, que desde lejos, años después, aún le ardía en una esquina de sus recuerdos más calientes.
Siempre convenía comparar fantasías con fantasías, porque llegando a la realidad, no había dudas que Mateo, su marido, era un buen amante y no se podía quejar, después de quince años juntos, seguían funcionando en sincronía. Todo dependía de que ella estuviera de buen humor. A veces se aburría mucho en la cama con él, pero cuando estaba contenta, no había dudas de que Mateo tenía el récord de todo en su vida. Sobre todo, el récord de aguantarla en los días buenos y en los malos.

Pero un día el Doctor decidió contratar a otra secretaria. Y entonces llegó Micaela, veintidos años, pelo largo y negro, caderas anchas y ropa de otra generación. Y Elisa se vio en ese espejo, con veinte años y cuatro hijos más, la piel algo arrugada, las piernas que no se veían pero que ella sabía, no eran las de antes, hasta el pelo iba perdiendo gracia con los años. Mateo la seguía viendo linda como siempre. El Doctor había dejado de mirar a Elisa un buen tiempo atrás. Él seguía solo a la vista de todos, pero a escondidas, siempre tenía alguna compañía. A pesar de que en el pueblo todos se conocían, siempre quedaba lugar para dudar. Quién sería esta vez. Esa era la duda, casi siempre.

Un día vino Micaela a decirle:
-Mirá, Elisa, dejame decirte una cosa, al Doctor no le gusta mucho que converses tanto con las pacientes, esto es un escandalete. Te lo digo yo, porque me doy cuenta. Él es un hombre fino, le gusta el silencio y la ópera. Tratá de hablar menos, y en voz más baja. Por favor.
Elisa la miraba y arrugaba la frente mientras arqueaba las cejas para oir mejor. No necesitaba decir nada. Abrió su cajón y empezó lentamente a tirar papeles y galletitas viejas, biromes usadas, publicidades viejas, cuadernos. Revolvió un poco para buscar las fotos de sus hijos que ya no tenía colgadas en su escritorio, más algunos documentos importantes que necesitaría para empezar esos trámites pesados de activar y desactivar cuentas de bancos, de la seguridad social, y todas esas cosas.
Con eso bastaba, lo básico. Sacó el saco y la cartera del perchero. Todavía era temprano y no había pacientes esperando. El Doctor llegaría en un rato, pero el mensaje ya había sido entregado. Era hora de irse.