sábado, 22 de mayo de 2010

Fin de semana en la ciudad



¨Cuando salís a la calle la gente no sabe si vas a la verdulería o a una fiesta, nena¨. Esa es una de las tantas enseñanzas prácticas que me dejó mi abuela. Que hay que salir bien vestida siempre, no importa a dónde vayas. Ella era costurera, de alta costura. Tenía un maniquí con sombrero, un espejo enorme y una mesa larguísima en el cuarto de coser, que hoy se llamaría ¨atelier¨. Porque ella seguía la moda año a año, colección a colección. Por eso, aunque está a punto de llover, me pongo un jean nuevo, mi buzo de lana preferido y un trench, un esencial del vestuario que me compré como recomiendan las revistas de moda. Botas altas, un paraguas y salgo calle abajo por entre el corredor de edificios que cortan el viento en esta parte de la ciudad.
Como siempre, tomo el rumbo que me lleva cerca de su departamento, quizás porque todos los caminos tienen algo que me recuerda a él. Conozco todas las combinaciones posibles para cubrir las ocho cuadras que hay entre su departamento y el mío, entre mi vida y la suya. He caminado por todas esas calles pensando en él. Y no me lo encontré más. Ni una sola vez desde que nos despedimos aquella tarde en la puerta de su edificio, cuando yo decidí que se había terminado. Más bien, que ya no lo iba a intentar más. Ya no más.
Desde entonces, cada año está hecho de meses, días y horas en que no lo llamé, ni le mandé siquiera un mail. A veces veo una película en la tele y pienso si la estará mirando él. Otras, veo una noticia en el diario, que de alguna manera tiene que ver conmigo, y me pregunto ¿la habrá leído?, ¿me habrá recordado?.
Llego a la esquina de su casa. Alguien abre la puerta. Empiezo a sentir los golpes fuertes en el pecho, casi en la garganta. Sale, es un chico despeinado y vestido de negro. Los golpes empiezan a afojar. Empieza a llover. Apuro el paso y cruzo la calle.