lunes, 29 de noviembre de 2010

Tres mapas




Hace más de cinco años que Ana Luisa no trabaja en la empresa, pero se sigue encontrando a Darío en los lugares más increíbles,y en los más cotidianos. Está de vacaciones en Punta del Este, va al supermercado, se lo encuentra eligiendo lechugas con su mujer. Está llegando tarde a su clase de body combat en el club, y ahí está él, corriendo en la cinta. Sale de su casa en auto y lo ve estacionando el suyo en la misma cuadra de casas de tejas y jardines, para llevar a los hijos al colegio. Va apurada a la farmacia con su hijo en el cochecito y se lo encuentra subiéndose a su auto, que ya es un modelo nuevo. Los colegios de sus hijos están uno enfrente al otro. La empresa se mudó de enfrente al club y ahora queda a seis cuadras de la casa de Ana Luz. Por eso ella evita el Mac Donald´s que está a una cuadra de ahí: se lo encontró una vez en la cola para una Big Mac, y en una estación de servicio rumbo al centro: ella entraba, él salía. Recuerda que él la entrevistó, la primera vez, cuando no la tomaron. La segunda vez que la llamaron, la entrevistó la gordita de RRHH y la contrató. Darío siempre le pareció medio pecho frío. A pesar de los ojos claros y los musculitos, nunca le gustó, le faltaba algo, quizás porque era el hijo del dueño y podía hacer lo que quería.


Fernando sale de su casa todos los días a la misma hora. En el mapa, su barrio se ve como un cículo con calles radiadas que salen desde un centro que es un complejo de monoblocks bajitos, viejos y sucios. EL vive en un duplex nuevo y lindo. Los que no conocen la zona se pierden siempre para llegar. Lleva a su hijo en el auto al jardín que está unas 10 cuadras de ahí. Después toma la avenida, una avenida que no tiene veredas, no tiene semáforos, no tiene cantero central. La calle está como bombardeada por los pozos hasta llegar a la autopista. Sube y hace un tramo corto, para eso se mudó cerca del Instituto, para no tener que viajar una hora todos los días. Sale en la segunda bajada, a una calle asfaltada pero ruinosa, a los costados hay campo. Un campo triste, de yuyos y pastizales, cables de alta tensión, alguna casa. Pero básicamente no hay nada hasta la entrada del predio. Se baja del auto en el descampado convertido en estacionamiento, que también está vacío. Entra por una puerta lateral, chiquita, rumbo a su oficina. Prende la computadora y se va derecho a la máquina de café. Recién ahí se encuentra con gente, esos compañeros de trabajo que conoce hace casi dos décadas, que saben muchas cosas de él pero sin embargo, en el fondo no los considera sus amigos. Saluda, conversa unos minutos, más bien escucha a los que hablan. Se lleva su café a la oficina y cierra la puerta. Sabe que pronto van a llegar los demás, que el silencio le va a durar poco. Recuerda la universidad de Heidelberg donde pasó dos años. Podía estar el día entero sin hablar con nadie. Además, nunca les entendió bien a los alemanes, algo que no le molestaba para nada.


A Darío nunca le importó tanto la empresa como a su padre. Por eso lo convenció de venderla a la multinacional, para convertirse en una sucursal más. Nunca entendió el orgullo de ser parte de una empresa familiar del que tanto hablaban los empleados. Con lo que les pagaron, su padre se jubiló, y decidió dedicarse al arte que siempre postergó. El se compró una casa en un country, aunque al poco tiempo ya no soportaba los viajes interminables y los embotellamientos diarios y se mudó con su familia a un departamento enorme, con parque y pileta, cerca de la empresa. La perspectiva de pasar el resto de su vida haciendo más o menos lo mismo lo asustaba un poco. Más bien lo deprimía, pero era incapaz de confesárselo a su mujer o a su padre. La empresa lo asfixiaba. No soportaba estar encerrado frente a un escritorio. Por eso mudó las oficinas a un edificio nuevo con vista al río, para que sus jornadas se hicieran más soportables.
De a poco fue delegando funciones en la gerenta general, así él podía manejar las reuniones afuera para concretar nuevos negocios, además de tener tiempo de ir a correr, o buscar a los chicos a la salida del colegio. Cualquier excusa le servía para no pasar el día entero ahí adentro.
Actualmente no está más de dos o tres días por semana en la oficina. Elige hacer él los viajes a los meetings y presentaciones siempre que puede, es lo único que no delega. Siempre se toma un día libre antes de volver. Por algo es el vicepresidente de la compañía. Ya no ve mucho a sus amigos. Aquellos de la época de la facultad, tienen una vida tan distinta a la de él que lo hacen sentir incómodo. En el country en cambio, juega al tenis con otros CEOs, sin profundizar demasiado en temas laborales ni personales. Evita todo lo que puede las preguntas de su padre sobre cómo marcha la empresa. Redondea respuestas difusas, esparce siglas en inglés para procedimientos que antes tenían nombres mucho más sencillos en español. De los viejos empleados quedan unos pocos. Los demás se han ido. El recambio es saludable, le explica Darío a su padre. Don Antonio era temido y respetado por todos. Darío sabe que a él no lo respetan demasiado, y es lo que más trata de ocultar. Es el puñal clavado que lleva escondido.

Fernando y Darío están sentados en diferentes mesas del mismo restaurant frente al puerto. Para Fernando es un día fuera de lo común, hace de anfitrión de un profesor invitado que vino a dar un seminario. Darío almuerza ahí seguido, a veces solo, y otras veces, con gente de negocios.
Cruzan algunas miradas como dudando si se conocen, saben que se han visto en otros lugares, varias veces. No encuentran el registro de datos. Les falta información. Se quedan con la duda. Cada uno vuelve a lo suyo, uno a su comida silenciosa, el otro a la charla forzada en inglés.

Ana Luisa no se ha vuelto a encontrar con Fernando desde que se separaron. Ya no viven en el mismo barrio, las calles por las que caminan no son las mismas. Andan en autos distintos a los que tenían hace cinco años, por autopistas opuestas, en horarios cruzados. Cargan nafta en estaciones de servicio distintas. No van a los mismos cines, salen a comer afuera en días distintos, a horas distintas, en restaurantes diferentes. Van de vacaciones a balnearios alejados, ella en enero, él en febrero, generalmente. Tienen algunos amigos en común pero no los ven nunca, y si los ven, ninguno tiene nada para contarle a Ana de Fernando, ni a Fernando de Ana. No los nombran, como si nunca hubieran existido. O si los nombran, es dentro de una frase que no agrega ninguna información nueva a lo que ya sabían. El tiempo se quedó atascado ahí, ellos se movieron en el espacio. Ahora viven en la misma ciudad pero sus mapas son completamente distintos.
























sábado, 13 de noviembre de 2010

En la multitud



Desde que me enteré de esa conferencia pensé que era posible que lo encontrara a él ahí, aunque también era cierto que ese tipo de excusas que inventa la industria para exhibir las últimas versiones de sus secuenciadores automáticos, espectrómetros de masas y termocicladores, a él le dan igual, porque está por encima de todo, siempre tiene más información que el resto, la marca de su paso por un laboratorio all star de Estados Unidos se le sigue notando aunque ya hayan pasado un par de años. Al principio parecía que no había cambiado, pero de a poco se le empezó a notar el ego inflado, cuando los jefes empezaron a adularlo, y los otros posdocs, a envidiarlo. Esa fue la época en que dejé de verlo.

Así que fui esa mañana, convenciéndome a mí misma de que la razón principal era actualizarme en temas que ya están fuera de mi área de trabajo. Jurándome que si lo veía o no lo veía, no cambiaba nada. Llegué en hora, me senté en una fila discreta de la mitad al fondo, pero todavía las charlas no empezaban. Mientras la sala se iba llenando de a poco, yo me entretenía en observar las espaldas de los que iban entrando, las nucas, la parte de atrás de los trajes, los jeans con mochilas, y así iba eligiendo como en un ta te ti, ciencia, industria, ciencia, de dónde venía cada uno.
Después de unos quince minutos arrancó la presentación, agradecimiento a los sponsors, y la primera conferencia. Interesante, sorprendente, algo difusa por momentos, después la descripción se fue haciendo cada vez más compleja y ya con algún detalle que se me había olvidado, más la falta que me estaba haciendo un café a esa hora de la mañana, empecé a perderme
en el relato, mientras me distraía encontrando conocidos entre las espaldas que tenía adelante mío. De pronto dí con una de proporciones familiares. Si, una espalda ancha, cuadrada y un poco encorvada, el pelo negro y corto, algo canoso, las patillas de los lentes que mi vista miope podía intuir a esa distancia. La forma de la cabeza coincidía, algunos movimientos tan típicos de él, la forma en que doblaba la cabeza hacia un lado y hacia el otro, como para sacarse una contractura pendiente, esos detalles sumaban puntos. Algunos otros me dejaban en duda, la camisa blanca, no era imposible pero no era su look habitual, ¿o quizás ahora sí, que tenía otro status?. Algo de la silueta de su nariz, la barbilla, me dejaba una cierta intriga. ¿Sería él? tenía casi la seguridad de que era él, aunque también podía estar equivocada. ¿Cuánto de certeza y cuánto de imaginación había?, ¿era él allá adelante?.
Cuando llegó el primer coffee break, no pude ver por dónde salió pero supuse que me lo podía cruzar en el hall central. El edificio de la universidad privada donde tenía lugar la charla era un modelo de amplitud, modernidad, y recursos que alcanzaban hasta para regalar merchandising de lapiceras con el logo propio, todos esos detalles tan ajenos a mi vida universitaria donde jamás ví siquiera un rollo de papel higiénico en un baño, y donde los bancos y los vidrios rotos eran parte de la decoración. Ese lugar en cambio parecía un banco, un hotel, o simplemente una empresa privada.

Apenas me acerqué a la mesa del café, se me cruzaron dos conocidos de esos con los cuales había pasado años de tertulias en almuerzos y desayunos en el laboratorio. Nos pusimos a charlar. A él, al ¨presunto él¨ no lo encontré pero era obvio que si estaba ahí se tendría que acercar a saludar en algún momento. El café con medialunas y la conversación me despertaron, y la conexión con la realidad me espabiló, se despejaron las fantasías y como estaba viviendo el momento exacto en el que se suponía que él estaba cerca, no me preocupé por buscarlo. Ya lo vería.
Volví a la segunda conferencia. Estuve muy concentrada al principio, hasta la mitad, pero después mi vista cayó otra vez en la nuca de pelo corto y canoso que estaba a unos veinticinco o treinta metros por delante mío. Seguía dudando, tenía casi todo para ser él pero le faltaba una gota, una pizca de algo. Podía ser el efecto del paso del tiempo, esa pátina que se va asentando sobre cada uno de nosotros y va distorsionando de a poco la imagen perfecta de la juventud. Pero no podía llegar a una conclusión clara. ¿Al final era él o no?. Demasiado para mi vista mediocre. Cuando la conferencia estaba ya por terminar, empecé a ponerme inquieta, si no me lo cruzaba en la salida, la posibilidad de encontrarlo después era casi cero. La sala era realmente gigante y tenía por lo menos tres puertas. Como siempre, en el minuto final iba a ser el azar que decidiera por mí, si quedaba cerca o lejos, si iba a poder hablarle o me iba a quedar con la frustración de habérmelo perdido por unos metros, y sobre todo, por tarada, como siempre, por ciega, y un poco, por histérica. Por fin llegaron los final remarks, conclusiones, aplausos, luces que subían, ruidos de pies que se movían, de sillas que se levantaban, murmullo creciente, apuro por salir a almorzar, a ver el sol. Pude ver que él enfilaba hacia la puerta de adelante a la izquierda, la masa me llevó a mí hacia la puerta de atrás a la derecha, nuetros desplazamientos en columna tenían tasas de velocidad diferentes, él salió bastante antes que yo. Cuando llegué al hall había un mar de gente que se movía en círculos, al azar. Traté de encontrar otra vez la nuca de pelo corto, canoso, la camisa blanca, la espalda ancha, la mochila azul. Nada. Decidí salir afuera, en una de esas todavía estaba por ahí. El sol caliente del mediodía me encandiló y el calor me cayó de improviso como una capa incómoda y sofocante. El malhumor me agotó las fuerzas en un segundo. Me fui caminando con el sol de frente, pensando si esa sería la dirección que él había tomado. Aunque capaz que no era él después de todo.