sábado, 30 de julio de 2011

Amigas para siempre

Mariela vió el nombre resaltado en negrita apenas abrió el mail.  Serían los años, la costumbre inconsciente de recordar a los amigos perdidos lo que hizo que fuera ese el primer nombre que vio a pesar de que la lista de correos sin leer era larga.  Una o dos veces por año recibía los mails de Leticia  como una dosis de vacuna. Como una protección contra el olvido.
No se veía con Leticia desde hacía cinco, siete años. Ya no lo podía recordar, pero la amistad de la adolescencia tiene una autoridad, unos derechos,  que no caducan, es vitalicia, y sigue doliendo como un miembro amputado si  se corta.  Cuando leyó el mail, una vez más se encontró con la imágen antigua de Leticia, escribiéndole a su antiguo ser, aquella Mariela que se quedó en Montevideo, la que no quería ir a bailar, la que no faltaba un domingo a misa.  No se podía imaginar que Leticia hubiera cambiado demasiado, y esa sola idea le producía un escalofrío de rechazo, casi una arcada.

Desde que murió su madre, ella decidió no volver más.  Aunque tenía la esperanza de que en algún momento surgiera algo inevitable que la obligara a volver, recordaba perfecto el vértigo, el vacío que sintió cuando  no se subió a aquel avión para ir al entierro, varios años atrás. Ese día volvió a nacer en Madrid como una huérfana de la vida.  El mundo se convirtió en esas calles ajenas, antiguas, hermosas y agresivas. La gente a su alrededor, una masa de extraños: nadie que le importara.  Los sentimientos nuevos estaban todos bajo control.
En la oficina donde trabajaba, nadie la imaginaba en su adolescencia escuchando el llamado del Señor.  Ella no hablaba de eso con nadie.  Ni con sus parejas casuales, ni con Enrique, con quien estuvo en una relación por más de un año.

En su mundo actual todos creían que no le interesaba tener hijos.   En cambio, los ecos lejanos que le llegaban de Leticia siempre traían la pregunta repetida como una ola rompiendo en la orilla, ¨¿y estás con alguien, estás pensando en tener bebes?¨.  Y Mariela sabía que no quería responder a esa pregunta.
Ella sabía que ahí estaba la pieza clave del dominó de su vida.  Los acontecimientos entrelazados hacia atrás en una línea larga, larga, que llegaba hasta los retiros espirituales, las clases de teología, los grupos de oración. Dios no tenía la culpa, ella recibió el llamado. Lo escuchó, lo dejó pasar. Ella era responsable por su vida actual, era una mujer exitosa, evolucionada, una psicóloga laboral, libre. Feliz, quería decir. Pero no le salía la palabra. En el fondo de su felicidad había un rincón oscuro y vacío, ahí donde Mariela prefería no mirar, -como hace todo el  mundo-, se decía  a sí misma.   Pero ese mail de Leticia llegaba justo hasta esa esquina de su ser.  Lo abrió rápido, lo miró sin leerlo, como para pasar el trago y lo cerró. Después siguió adelante con otras cosas del trabajo.  En un par de horas ya estaría bien otra vez, como si nada.

lunes, 11 de julio de 2011

Una copa sobre la mesa

Lo primero que veo apenas atravieso la reja cubierta por una enredadera tupida es una  pileta de natación seca, un agujero enorme de piedralaja, filoso, hondo y oscuro, ovalado como un aljibe estirado. Los yuyos le crecen alrededor y está escondida como una trampa salvaje abajo de una palmera enorme. Apenas cruzo el umbral me asquea el  olor a pis de gato que viene del interior de la casa.  Los vidrios rotos y los pedazos de cortina descolorida flamean al viento que se cuela por el living. El color ocre de las paredes descascaradas como una piel de muerto reseco, el olor a humedad vieja que emana la mesa de madera opaca, todavía con el nylon encima para protegerla de peligros fantasmas. El álbum de fotos abierto sobre la mesa con unas imágenes chiquititas y borrosas, en blanco y negro, con bordes de encaje de papel.  Hay una botella de vino evaporado y una copa polvorienta con la borra en el fondo como una cicatriz. Las sillas medio asquerosas de mugre de gato están desarregladas alrededor de la mesa. La cocina angosta y asfixiante con grasa pegada sobre la mesada. El piso de unas baldosas  blancas y negras perdidas bajo la grisura  de la suciedad, y  una puerta de chapa que da al fondo donde se ve el piletón para lavar la ropa. Todos son rastros fantasmas de una vida pasada.