sábado, 25 de junio de 2011

En un café solitario

Leyendo una vez más el mail que el profesor envió a toda la clase, Julieta caminaba por la vereda del sol con el papel impreso en la mano, algo que siempre la hacía felíz en invierno. Las ultimas palabras le intrigaban 

Nos vemos pronto, sigan trabajando.
Un abrazo,
Felipe

Miraba el papel concentrada, y escrutaba el significado profundo de esas palabras, porque, unido a otras palabras, algunas no dichas, unidas a esos gestos significativos, como el momento especial que el profesor le dedicaba a su saludo cuando entraba al salón, todo eso, más los comentarios aparentemente dirigidos a nadie, a nada, pero que Julieta intuía, realmente estaban dirigidos a ella, todo eso la conmovía profundamente.
Sin saber cómo o cuando ocurrió por primera vez, Julieta no podía dejar de pensar en Felipe. Era el ruido de fondo de sus pensamientos, ya que lo veía muy poco, a penas dos veces por semana durante el teórico de Evolución. Y, paradójicamente, cuando lo veía, cuando lo escuchaba y podía cotejar y medir su actitudes frente a la realidad, entonces, por un rato, la imágen perfecta de su imaginación se convertía en ese hombre imperfecto que enseñaba biología frente a ella.
Felipe no era atractivo, pero Julieta buscaba en sus ojos celestes lavados, detrás de los anteojos rectangulares y su piel algo pálida de más, una chispa de emoción, en los dedos largos, en la voz suave. Buscaba sensualidad en esos labios finos. Espiaba su barriga algo visible por encima del cinturón y a veces extrapolaba  el tiempo hasta el momento en que Felipe se quitaría la camisa en la penumbra de un hotel y entonces temía cruzarse con un hombre encorvado y panzón, un hombre mayor que ella. Una desilusión.

Durante las semanas que duró el paro en la universidad, Julieta estuvo ansiosa, ella pensaba que había otros caminos mejores para protestar, que no incluyeran perderse las clases de Evolución.  Y además, cada día que pasaba sin pisar la facultad, le agregaba mas lineas, más detalles a sus fantasías con Felipe, y ya casi se imaginaba en plena cabalgata: él la sorprendería con una sensualidad oculta, contenida, que sólo liberaba en la intimidad y seguramente sería especial con ella.

Finalmente llegó el martes a las diez de la mañana en que se reanudó el curso y encontes Felipe volvió a entrar al aula, mientras Julieta sentia el latido de su corazón repicándole en las orejas.
Felipe pasó de largo y no la miró siquiera, quizás, a propósito. En cambio, le sonrió galantemente a Lara, la morocha de  pelo largo espléndido,  que tenia unas tetas inusualmente grandes para lo que se veía normalmente en esa facultad.
Julieta se quedó quieta en su sitio tratando de ignorar el calor que le explotó en las mejillas, la ola expansiva  que la dejó congelada por un buen rato. Sin escuchar una palabra de la explicación sobre la evolución saltatoria, ella  trataba de manejar su decepción y sus celos analizando las posibilidades de lo que había pasado, de lo que podría pasar después, porque sus esperanzas siempre se trasladaban a un futuro perfecto. Aunque cuando recordaba la lista de sus fracasos en el amor, sentía un odio intenso que iba dirigido a ella misma y no a sus amores ideales.
Julieta empezó a imaginar una conversación relajada con Felipe en la que todo se aclararía, quizás los dos sentados en un cafe solitario, un poco alejado de la facultad, alguna tarde gris de invierno.  Desde la última fila del salón, soñaba que él tenía una mirada profunda, que nunca le había visto en la vida real. Sin escalas, en su fantasía podía sentir sus  besos, lentos, de boca abierta y aliento caliente,  inolvidables,  besos para despertar la pasión. Después, estaban en un hotel, él la desvestía lentamente o mejor, mientras se desvestían uno al otro, torpemente, exitados, deseándose mas cada segundo,  se saboreaban,  y él la abrazaba con fuerza, no importaba cómo llegaban a ese punto y siempre, el cuerpo de Felipe  quedaba oculto en la bruma de su fantasía, no podía despejar la duda de si su tórax sería el de un flacucho con panza o por el contrario si lograría asombrarla con un cuerpo fuerte y sensual.
Después del sexo, ella escuchabría las historias de su vida, sus pensamientos ocultos, sus sueños y sus secretos, y entonces se unirían de verdad, en cuerpo y alma. Pero en algún momento algo no cerraba y  Julieta rebobinó, y volvió a la realidad del aula y la lección:  las incertidumbres le congelaban la imaginación, y además iba a tener que pedir apuntes de la clase a alguien.

sábado, 4 de junio de 2011

Secretos bien guardados


Hacía tanto tiempo de todo eso que en realidad ella creía que ya no lo recordaba, hasta que Alejandro le hizo la pregunta cuando volvió de visita con su mujer y sus hijas aquel verano, veinte años después.
Aunque no todo había sido malo durante aquellos años perdidos que vivió en el apartamento oscuro y frío de la calle Cebollatí, cuando Gabriela se vino a Montevideo para empezar la Facultad, ella se había olvidado de todo, como si no hubiera existido nada de eso. El olor a sopa rancia del corredor y la escalera, el frío que no había con qué templar durante el invierno, el miedo a la oscuridad como si fuera una nena.
Para ahorrar y sentirse acompañada trataba de compartir los gastos y el espacio:  el primer año compartió el apartamento con un par de chicas pero resultaron una más rara que la otra. Al final prefirió la soledad aunque el silencio le explotaba en los oídos como una chicharra. Los viernes de noche, si no tenía programa, se desesperaba revisando la agenda hasta dar con alguna amiga que le hiciera gancho para salir. Casi siempre era Patricia, que era una combinación de freak y diversión en proporciones saludables. Varios años antes de los celulares, el mail y facebook,  la tarea de armar las salidas del fin de semana empezaba desde el miércoles o jueves.

Entre todos los que pasaron por ese apartamento, estuvo su primo Alejandro. Se había ido del país con su familia cuando tenía unos doce años, en plena dictadura, y su padre se fue escapando de los milicos.
Ella era cuatro años menor que él y lo recordaba como un chiquilín muy grande, muy alto, que tenía fuerza para hacer pozos muy hondos en la playa, y tiraba bombas de arena que hacían doler muchísimo.
Pasaron los años, se escribían cartas cuando viajaba algún tío o los abuelos, iban y venían fotos familiares a través del Atlántico, algún regalo. Nunca perdieron contacto. Cuando Alejandro le escribió para contarle que venía a visitar a los tíos y a ver la ciudad por un par de semanas, ella le ofreció su casa para quedarse. Cualquier compañía era mejor que la soledad.  
El primo Alejandro seguía siendo altísimo, obviamente más que Gabriela que era muy alta para ser mujer. Y era flaquísimo, más que Gabriela, que tenía unos brazos y piernas huesudas que odiaba muchísimo a sus dieciocho años, y que eran iguales a los de las modelos que empezaron a aparecer en las revistas unos años despues.