jueves, 27 de diciembre de 2012

Antes de Navidad



Mientras nos tomamos un té de mango y cardamomo en la cafetería más cool que tenemos cerca del colegio, antes de que los nenes salgan del último día de clase,  le cuento una vez más mi historia a María. Sé que me entiende pero me pregunto si no se cansa de escucharme, cuánto me juzga mientras oye, cuánto cree o no de lo que le cuento.
-No, no nos vamos a Uruguay, yo prefiero pasar las fiestas en mi casa, con mis hijos y mi marido, a mi manera. Treinta años pasé la Navidad en casa de alguien más, siempre de visita, en casa de parientes, mis padres no estuvieron jamás, ya sabés, yo era la sobrina que se portaba bien, la prima grande que hacía caso, la amiga que se quedaba de invitada todo el mes, la novia sumisa, siempre siguiendo el ritmo, las costumbres de los otros. Pero se acabó cuando nacieron mis hijos. Ahora yo organizo lo que quiero, y el que quiera que venga a nuestra casa. Mi suegra y la Misa de Gallo, la cena de medianoche en su casa, el menú de Nochebuena no apto para niños, están fuera de los límites que acepto para mis fiestas. Por suerte en eso estamos de acuerdo con Martín. Él también quiere quedarse en casa, acá en Buenos Aires.

María me mira y parece comprender, pero su vida es opuesta a la mía. Todos sus hermanos, todos los hermanos de Santi, su marido, los padres de ambos, todos viven cerca, en la misma ciudad, prácticamente en el mismo barrio. Su vida social está casi saturada por la familia. Para ella es impensable no reunirse con ellos en las fiestas. No se lo plantea como algo terrible. Es natural. En cambio, yo sé que en el fondo de mi ser soy del grupo de raritos de este mundo, los que  detestan la frase ¨felíz Navidad¨, casi tanto como el ¨felíz cumpleaños¨.  Lo bueno es que ahora con los nenes puedo focalizarme en comprarles regalos caros que compensen mis navidades vacías de la infancia, o al menos los puedo llenar de muchos regalos baratos hasta que el arbolito rebalse con la imagen de la Navidad perfecta; para eso también tenemos las luces de colores en la escalera y las medias colgadas de la chimenea.  Y a pesar de que no puedo olvidarme del todo de la sensación tirante que me es tan familiar en estas fechas, como de un agujero que hay que tapar con una tela demasiado chica, cuando llega el momento en que nos escondemos a espiar a Papá Noel desde la ventana del dormitorio, y después cuando los chiquilines salen corriendo por la escalera hasta el arbolito, la noche se hace perfecta, por un rato. Ya no necesito más que eso.