viernes, 3 de noviembre de 2017
Se acabó el verano
Aquel flash en medio de la oscuridad me sorprendió mientras revolvía la salsa en el sartén. No imaginaba dónde podría estar posicionado el audaz fotógrafo en esa noche de campo cargada de nubes. Al fogonazo de luz le siguió una explosión fuera de lo habitual, unos segundos después, y fue entonces que entendí que se venía una tormenta fuerte. El viento empezó a soplar sin previo aviso, y la fuerza era tanta que los vidrios de las ventanas temblaban hasta repiquetear como un motor a punto de arrancar. La cabaña que había comprado a un pescador, y que se convirtió en mi refugio del mundo desde hacía un año, de pronto parecía terriblemente frágil. Se podía escuchar la amenaza vibrando en el techo de chapa, que resistía la fuerza persistente. En unos minutos llegó la lluvia, toda junta, de repente, y las gotas que caían eran enormes, pesadas, copiosas, insistentes. El estruendo de los truenos no dejaba de atemorizarme cada vez que me sorprendía una detonación. La fuerza del viento empujaba el agua por debajo de la puerta hacia adentro, chorreaba de las hendiduras de las ventanas, y empezaba a filtrarse por las grietas del techo, mientras las gotas iban convirtiéndose en verdaderos charcos, en unos pocos minutos. Mientras corría buscando baldes, cortando botellas de plástico y cajas de tetrabrik, tratando inútilmente de atajar el agua que caía desordenada por el viento, el alambrado afuera se sacudía frenéticamente, doblando los palos sueltos que se habían desclavado de la tierra. El rugido del mar quedaba silenciado por la frondosa lluvia que nos ensordecía como una máquina imparable. El viento seguía silbando con su tono agudo y amenazante, la lluvia caía oblicua. Presentía cómo el camino de tierra iba quedando anegado en la oscuridad. De a ratos se escuchaban choques de latas y latones, posiblemente eran los techos de los ranchos de la otra cuadra, que no habían soportado la fuerza contínua del viento tirando hacia arriba. El agua empezaba a correr por el lecho de barro del camino, venía bajando desde el cerro Verde, con fuerza de correntada, cada vez subiendo más y más hacia la casa. Un par de horas después el camino era sólo un río marrón, el agua bajaba con furia, y un árbol flaco que crecía en la entrada no resistió el tironeo y salió arrastrado como si fuera una ramita seca. Quedó apelotonado contra un rancho en la otra cuadra, que ya tenía agua hasta la puerta.
Como si acomodaran cajas en un enorme salón de las alturas, seguían resonando los truenos, y el soplido asmático del viento vibraba contra los vidrios, cada vez más fuerte. Una ventana se abrió de repente. Se apagaron las velas, volaron los libros que estaban sobre la mesa, la cortina quedó hecha un trapo empapado y colgante. El agua me pegaba en la cara mientras forcejeaba para cerrarla. Una ráfaga que entró por la ventana embolsó el techo desde abajo y terminó por arrancar un pedazo de chapa alrededor de la chimenea de la salamandra. El resto de la chapa temblaba ruidosamente, resistiendo, pero ya no quedaba nada por hacer. En un instante quedé helada de frío y pánico, empapada. La tormenta me había acorralado.
martes, 11 de abril de 2017
Furia
Otra mañana con la casa rebosante de mugre, chorretes y platos
grasosos con restos de comida, ropa sucia y tasas, migas, chorros de mermelada
y leche, toallas húmedas, sábanas revueltas, zapatos impares y medias negras. Y
la llamada de improviso, la empleada no viene hoy, cuando yo me había prometido
que hoy iba a revisar ese cuento, le iba a dedicar un rato a escribir pero no,
es hora de ponerme los guantes de látex fucsia y poner mi furia y mi velocidad
bipolar al servicio del hogar. Cuando lavo con el chorro a máxima potencia
pienso que ninguna empleada lava tan rápido como yo. Me propongo tener toda la
casa ordenada en una hora, es una carrera contra mí misma y contra la neurosis
del ama de casa. Tengo que dejar todo reluciente, pero rápido, saber que yo
triunfé y que el día es mío. Saltan chorros en cascada de las tasas que enjuago
como un robot super veloz. Bowls, asaderas, espátulas, tablas, ollas. La
ventana está abierta y sale vapor de la pileta, entra aire frío pero no lo
siento, la bronca y el agua caliente me mantienen a buena temperatura. Sé que
tengo mi secreto primermundista, el lavavajillas al costado donde pude cargar
diez platos, vasos, cubiertos, tápers, pero no entra todo, y no todo se lava
bien. Limpiar la mesada. Cargar el lavarropas. Al lado está la secadora, otra
marca de mi alto estatus social de ama de casa. No seca mucho, ya voy por el
cuarto ciclo, deben ser ocho horas de secadora. La uso sólo en los días de lluvia. La vuelvo a
prender. Hay tres tenders llenos, que recién puedo sacar al sol después de la
tormenta de ayer, más el lavado actual
en el lavarropas. Subir y bajar
con dos canastos que explotan de ropa revuelta. Volver a subir y tender las
camas como si hiciera volar cometas hasta el techo. Miro los cajones de
juguetes: la tentación de cargar todas las cajas de legos y fósiles de juguetes
en el auto, hacer desaparecer todo. Levanto papeles y más medias perdidas,
enderezo, estiro, guardo, doblo. Voy pasando de una habitación a otra, dejo las
ventanas abiertas para liberar el aire de la noche y entra viento fresco. Una
más, dos, tres, cuatro. Cada vez más cerca de la libertad. Es el momento de
ordenar mi escritorio y poner en su lugar la laptop, el cuaderno y los papeles. Suena el timbre. La empleada no es porque no viene. Es la
segunda opción, es mi marido que se fue a llevar a los chicos al colegio. Se
suponía que dejaba el auto en el taller y yo
lo iba a buscar. Entra y le explico en dos palabras ¨no vino¨. Respiro hondo para impedir que se le ocurra
hacer el chiste de ¨tenés ocho minutos¨.
Me pregunta ¨vas a salir ya?¨, no, anda vos solo a la estación por
favor, no voy a salir corriendo ahora.
Escribo en secreto y en soledad. Se supone que sabe que escribo
pero no sabe cuándo ni dónde. Hace unos años escribía de noche en el dormitorio
en una mesita en una esquina, mientras él era el dueño de la televisión y hacía
zapping entre películas empezadas, documentales y programas periodísticos.
Hasta que se volvió a encontrar con la NBA. Después de unos años de aislamiento
nocturno y gracias a la televisión on demand, pude volver a ver películas y
sobre todo las series norteamericanas,
nuestras telenovelas mexicanas del siglo XXI, con las que llenamos las
noches, el sinónimo moderno de hogar y paz.
Mi marido se demora un rato, no sé bien qué hace pero yo sigo
ordenando más detalles, buscando documentos, juntando lápices, sumando puntos
al orden de la casa esperando el momento en que cierre la puerta. Hoy no tengo tiempo de compararme con mis ex
colegas de laboratorio, quizás ya lo
hice cuando llore antes de empezar a
limpiar. Después me puse en acción a una velocidad que sólo es posible cuando
estás viviendo el momento. Tanto que me
cuesta meditar y resulta que el mejor mindfulness es lavar la vajilla como si
estuviera por perder el avión a Italia. Cuando lavo furiosa recuerdo a mi
abuela que lavaba así y yo me preguntaba
por qué, y veo que fallé, que caí en el mismo ciclo. Mi vida atrasa medio
siglo. Mi referencia de matrimonio más temida eran mis abuelos. El matrimonio
machista, el hombre agresivo y dominante, la mujer frustrada y silenciosa. Estoy segura de que el ruido no cesaba jamás
la cabeza de mi abuela. Por eso era tan despistada. Estaba desconectada del
mundo de esa manera característica de quien está muy ocupado con los diálogos
internos. Ella me decía vos tenés que estudiar para no depender de nadie y a mí
me parecía lo más obvio del mundo. Pero terminé con el plan menos pensado. Soy
una madre ama de casa con muchos hijos, una casa moderna y soleada en los
suburbios, con jardín y pileta, y manejo una camioneta enorme para ir al
colegio, al supermercado, al gimnasio, cumpleaños, casas de amigos de mis
hijos y doctores. Y me quedo sin
empleada demasiado seguido. Y no es ni por tratarlas mal. Y termino llorando al teléfono con la mujer de
la agencia de mucamas. Ese es un pequeño resumen de mi vida inesperada.
martes, 14 de marzo de 2017
Todo fue un error
(Quiero ser Elena Ferrante escribiendo
sobre mi vida). 24 Enero 2017, En alguna esquina de Rocha, Uruguay
Me despierto con la consciencia de mi
vida doméstica y me brota la furia de lo inadecuada que he resultado para la
vida. Pensé que con estudiar ya estaba todo resuelto, que el feminismo era algo
superado que se daba por descontada la igualdad de géneros, porque en la
primaria y en la secundaria siempre las mujeres éramos mejores alumnas que los
varones. Recién en la facultad empezaron a aparecer cerebritos varones a mi
alrededor que me asombraban y me disgustaban en la comparación. Recién ahí
descubrí que había mucha gente con mayor capacidad intelectual que yo.
Pero acá estoy subiendo la escalera con
un atado de ropa empapada para lavar, en la casa soñada de la playa que cada
noche se convierte en el castillo embrujado en la cima de la montaña, sólo que
estamos rodeados de pinos y monte y vuelvo a pensar en la impulsividad para
decir sí a un proyecto que parecía el sueño de la vida, la casa propia en la
playa. La excusa era que mi cuñada nos debía plata y comprar el terreno era
perfecto para reclamar la deuda.
Pero siempre estoy cambiando a mayor
velocidad de la que puedo estimar. Diez años estudiando y trabajando en
ciencias para tirar todo por la borda cuando nació mi primer hijo, porque
descubrí que sólo quería estar con él, y con el hijo que siguió, y con el otro,
y que no podía manejar la casa y las agendas infantiles con un trabajo, y que no soportaba a las empleadas.
Sobre todo no se me ocurrió ver que
estaba asumiendo la división de roles de manera definitiva y que eso me iba a
ir carcomiendo de a poco de la misma manera que a mi abuela materna cuando se
comía las uñas frente al televisor y daba la sensación de que se sentaba ahí sólo como una excusa para pensar en silencio.
Jamás la vi concentrada en ningún programa de televisión.
Cuarenta años soñando con tener una casa
en la playa para ver las incomodidades y complicaciones que esto trae, para
encontrarme repitiendo los gestos de mi tía y mi abuela paterna cuando
organizaban y mantenían sus casas en la
playa. Yo me creía tan inteligente y sin embargo nunca vi venir nada de esto.
El trabajo repetitivo, inagotable de tratar de mantener el orden, prepararse
para la siguiente comida, no queda un espacio para verdadero relax, se nota en
lo poco que leí este verano.
La parte más triste es que como todo lo
que viene dado, para mis hijos la casa, la playa, todo es lo más natural y al
alcance de la mano y nada de esto los entusiasma en serio. Se lo toman en
silencio como una obligación de hijos. No se lo pasan mal pero nadie parece
estar en la gloria. El cielo, el bosque y el océano que nos rodean para ellos
son nada.
Tenemos la obligación de pasarlo bien.
Hemos invertido dinero en nuestro sueño. No nos podemos ir así nomás de la
casa, hay que quedarse a disfrutarla aunque cada noche me da un miedo intenso
la oscuridad, los sonidos, el vacío, o peor, los sonidos desconocidos. La
amenaza fantasma desparece cada mañana cuando sale el sol y todo vuelve a ser
increíblemente hermoso.
Y sé que tengo otras doce horas de luz
para pasarlo bien, para hacer rendir el día. Un detalle de tantos que me
estresan en vacaciones es que mis hijos no tienen la misma idea sobre hacer
rendir el día, cada movimiento, levantarse, salir, caminar, volver, lavarse,
sentarse a comer, sacarse la mugre de los pies, acostarse, todo es una pelea
más o menos civilizada y agotadora.
El aislamiento es otra cosa que me
sucedió sin que me diera cuenta. Al principio sí, la primera semana que mi
marido se fue de viaje y yo tenía a un bebe de cuatro meses y estaba sola en la
casa y no salí a la calle porque hacía frío
y él estaba recientemente operado del corazón y con bronquiolitis o algo
por el estilo, llamé a una amiga, que no
era tan amiga, era una chica mayor que yo, que me había guiado en el
laboratorio donde hice la tesis de maestría. En esa época todavía creía que
tenía amigos nuevos y que podía seguir generando vínculos pero nadie de ese
grupo sobrevivió. Yo dejé a algunos y la mayoría me dejaron a mí. Nada se
sostiene. Pasé por varios trabajos y de
a poco fui perdiendo la ilusión de crear nuevas amistades, compartir todos los
datos de la vida diaria no te hace amigo. Sólo te agota. Después pasé años en
la puerta de la escuela, hablando con sucesivas madres, la única ilusión de
amistad nueva.
Y acá estoy de nuevo frente al océano,
dejé el pasado en el que vivo flotando y
puedo mirar a mi alrededor otra vez. Los amigos del pasado son imágenes de
arena, algunos no resisten la menor sacudida, otros se han convertido en una
figurita falsa, nos podemos juntar a comer pero el vínculo real desapareció.
Entonces estamos solos en la casa
hermosa. No tengo invitados que entretengan a todos, y en el fondo temo que no
lo voy a pasar bien con nadie. De todas maneras he intentado invitar gente pero
las complicaciones de agenda lo impidieron este verano. Mis hijos preguntan educadamente cuándo
volvemos a Buenos Aires.
El viento de Rocha es una buena excusa
para quedarse. La más real en verano.
La familia extendida, los tíos, las
primas, gente querida y lejana. Cuando me acerco empiezan las imperfecciones,
las mezquindades. La reunión a la que tengo que ir y ya calculo lo que tal
piensa de mí, que en realidad cambié tanto que ahora soy peor que todo lo que
juzgaba antes, que me muero por ir a Punta del Este y no lo quiero reconocer. Y
aún así voy a ir, a poner cara de que está todo bien porque somos familia y es
lo poco que hay. Aunque siempre siento que soy la que hace el esfuerzo, por
venir, por estar. Tengo deudas con ellas, con sus padres que me invitaban a sus
casas, es una deuda impagable, los favores de la infancia, esos que me hicieron
crecer de una forma que no hubiera sido posible sin sus aportes.
Y yo sigo cambiando, es cierto, cuando
hicimos la casa en punta del diablo deberíamos haberla hecho en José Ignacio
que era más cool y se puede alquilar más caro, pero ya necesitábamos estar en
punta del este para que mis hijos porteños de colegio bilingüe se encuentren
con sus amigos en verano. Todo lo que yo no tuve
Cambio más rápido de lo que puedo
manejar. Antes amaba el mundo hippie de Valizas, hasta que tuve dos hijos y la
vida sin agua y sin luz me agotó. Pasé a un nivel superior de bohemia hippie
chic, punta del diablo, pero ya me queda incómodo también. Me salva que estoy
segura de que si hubiera hecho la casa en punta del este, también la odiaría y pensaría que todo fue un error. Eso podrían
poner en mi tumba
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