Sucedió, aunque yo no me hubiera animado a apostar diez pesos a que de verdad ocurriría: el viaje de dos semanas a Madrid y Paris nos devolvió la pasión olvidada en algún rincón de más de una década de matrimonio. No porque no tuviéramos suficiente sexo, pero –al menos para mí- la libido funcionaba en piloto automático: velocidad constante, rumbo fijo al hombre del otro lado de la cama, que casualmente era mi marido, semana tras semana, año tras año.
Pero medio mes de verano europeo, lejos de la rutina, nos transportó en el tiempo, casi al momento en que estábamos –o yo estaba- plenamente enamorada. Digo ¨yo¨, porque mi marido clama que sigue igual de enamorado que antes. Yo lo quiero mucho, pero si comparo el volcán de felicidad interior que me desbordaba una docena de años atrás, con el chorrito de la fuente serena, constante y algo aplastada del que bebo hoy, la diferencia me deja nostálgica, confundida y dudando… Pero volviendo a nuestro amor renacido, todo calma y fuerza, ya habíamos vuelto hacía unos días y entonces ocurrió lo de siempre, Felipe llegó a la cama pasada la una de la mañana, cuando yo ya dormía profundamente hacía un par de horas y, -como si la escena no se hubiera repetido ¿decenas?, ¿cientos? de veces en nuestra década y pico de convivencia-, mi marido decidió ponerse juguetón y despertarme, en busca de algo de amor, y suficiente sexo.
Yo todavía no entiendo por qué no lo entiende, se lo he dicho clara y oscuramente, de buenas, malas y malísimas, sin solución. Y todavía le sorprende que me enoje cuando me despierta. Pero, pero, esta vez, con todo mi feminismo de punta atemperado por el espíritu de las hermosas vacaciones, que todavía no me abandonaba del todo, decidí explicárselo en otro términos, literalmente. Y entonces le dije lo que contestó mi terapeuta, cuando le conté que a veces sentía un rechazo físico, fuerte, hacia mi esposo, lo cual sin embargo no impedía tener orgasmos. Y mi psicólogo me contestó, desde su barba-bigote+anteojos demasiado freudianos:
-lo que usted rechaza es el lugar en que queda ubicada como mujer
Bueno, eso mismo le quise decir yo a Felipe.
-no sos vos, es un tema freudiano, a esta hora de la noche, me despertás cuando sabés que me molesta, y pretendés que yo quiera hacer el amor contigo.
Felipe no entendió un carajo, como ocurre con todos los temas no concretos, y se enojó igual. Como siempre, ya estábamos volviendo a la normalidad. Pero el punto más bajo lo alcanzamos al otro día, mejor dicho, a la otra noche. Felipe se fue a dormir a las tres y media de la mañana, después de ver algunas horas de TV, ¿a propósito o por la natural inmadurez de los cuarentaipicos?, y justo a las cuatro de la mañana, ¿o antes? se despertó Agustín, llorando, a esa hora terrorífica en la que la estadística indica que voy a estar despierta al menos una hora, preparando mamadera, algún cambio de pañal inevitable, los provechos, el crío despierto como el dos de oro, paseando y paseando el cochecito por el living hasta que se duerma, mientras que yo alcanzo niveles siderales de lucidez, ansiedad y cansancio, todo junto, por anticiparme al insomnio que me espera por el resto de la madrugada, y el atontamiento para el día que se viene…
Entonces, mi marido trasnochado me dejó al chiquilín llorando, luego tuve un largo día de vacaciones escolares en casa, con el único entretenimiento planificado de la jornada consistente en una visita por triplicado al oculista infantil. No recuerdo cómo llegó la mañana, pero de pronto ahí estaba el sol, una mañana clara de invierno. Y yo ya bajaba, más dormida que despierta, cuando un par de botas de lluvia ubicadas misteriosamente en medio de la escalera, me dejaron con un pie doblado, obviamente, esguinzado, aunque a esa hora del día el optimismo o la tontera simple me llevaron a pensar que con un poco de hielo lo solucionaba todo. Y, dado que esa era mi única oportunidad de sacar a los tres pichones a alguna parte, en medio de la histeria, digo, pandemia de gripe A, y que tenía el turno pedido hacía dos meses, me lancé a la aventura por la autopista con una hinchazón incipiente.
La lucha en el salón de espera del oculitas llegó a hitos no alcanzados aneriormente y dio por tierra con mis planes naive de ir a pasear por Santa Fe, con los tres, y tomar chocolate con churros! De dónde saqué tanta inocencia?! A veces soy tan ingenua…
Claro que yo esperaba que Felipe apareciera, al menos para el final de la cocnsulta triple, pero no, me llamó recién cuando yo lograba atar el cinturón de la sillita de Agustín, después de (intentar inmovilizarlo por varios minutos sin éxito… ante la mirada incrédula y horrorizada ) luchar un par de minutos cuerpo a cuerpo hasta asustar a las señoras que esperaban su auto en el estacionamiento de Recoleta (y agradecían que aquellas bestiecitas no eran sus nietos)
Entonces, decía, me senté en el auto y sonó el celular
-¿Dónde estás?
-Eso no importa, ¿vos estás en la oficina todavía?
-Pero, ¿dónde estás?
Ya lo conozco tan bien que adivino la pregunta que encierra ese tonito curioso
-Ni se te ocurra que voy a ir hasta el microcentro a esta hora a buscarte. Yo precisaba ayuda acá con los tres niños. No vine a resolver tus problemas de transporte. Entendés eso, ¿no?
Sin apagar el teléfono, giré la llave y arranqué el motor del auto.
El embotellamiento de la nochecita invernal se fue haciendo cada vez más lento, al tiemor que mi pie hinchado se enfriaba más y más y cada vez me costaba más trabajo y dolor, moverlo.
Cuando, después de una hora y media logré detener el auto adentro del garage de mi casa, saqué como pude el pie afuera del auto como quien tantea territorio desconocido, pero ya no podía apoyarlo. Tuve que llegar saltando hasta el sofá. Guille, mi hijo mayor, me trajo hielo, bueno, la cubetera, directo del freezer, pero no se le puede pedir más con sus seis años. Me las arreglé con el hielo adentro de una bolsa del supermercado, y me la até al pie con un repasador, que a Agus le inspiraba gran curiosidad, por lo que tenía que espantarlo como mosca sin lograr siquiera relajar la pierna (se empeñaba en agarrarlo para romperlo y chuparlo)
Mientras lo sacudía al niño de encima de la bolsa como hormiga de la gelatina, finalmente apareció Felipe, fresco, felíz, fútil:
-¿No cenaron?
-¿No ves que no me puedo mover?
Y esa noche, de la manera más insospechada, la dulce venganza llegó, aunque no se podría pensar que mi esguince fuera muy disfrutable, pero fue lo mejor que conseguí: yo, recostada en el sofá, y Felipe luchando para mantener a los tres niños sentado en la silla a la hora de la cena, luego hacerles lavar dientes, poner piyamas, levantar la mesa etc, etc. Qué placeres sencillos los de la vida matrimonial. Y así transcurrimos un día más.
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