Hace más de cinco años que Ana Luisa no trabaja en la empresa, pero se sigue encontrando a Darío en los lugares más increíbles,y en los más cotidianos. Está de vacaciones en Punta del Este, va al supermercado, se lo encuentra eligiendo lechugas con su mujer. Está llegando tarde a su clase de body combat en el club, y ahí está él, corriendo en la cinta. Sale de su casa en auto y lo ve estacionando el suyo en la misma cuadra de casas de tejas y jardines, para llevar a los hijos al colegio. Va apurada a la farmacia con su hijo en el cochecito y se lo encuentra subiéndose a su auto, que ya es un modelo nuevo. Los colegios de sus hijos están uno enfrente al otro. La empresa se mudó de enfrente al club y ahora queda a seis cuadras de la casa de Ana Luz. Por eso ella evita el Mac Donald´s que está a una cuadra de ahí: se lo encontró una vez en la cola para una Big Mac, y en una estación de servicio rumbo al centro: ella entraba, él salía. Recuerda que él la entrevistó, la primera vez, cuando no la tomaron. La segunda vez que la llamaron, la entrevistó la gordita de RRHH y la contrató. Darío siempre le pareció medio pecho frío. A pesar de los ojos claros y los musculitos, nunca le gustó, le faltaba algo, quizás porque era el hijo del dueño y podía hacer lo que quería.
Fernando sale de su casa todos los días a la misma hora. En el mapa, su barrio se ve como un cículo con calles radiadas que salen desde un centro que es un complejo de monoblocks bajitos, viejos y sucios. EL vive en un duplex nuevo y lindo. Los que no conocen la zona se pierden siempre para llegar. Lleva a su hijo en el auto al jardín que está unas 10 cuadras de ahí. Después toma la avenida, una avenida que no tiene veredas, no tiene semáforos, no tiene cantero central. La calle está como bombardeada por los pozos hasta llegar a la autopista. Sube y hace un tramo corto, para eso se mudó cerca del Instituto, para no tener que viajar una hora todos los días. Sale en la segunda bajada, a una calle asfaltada pero ruinosa, a los costados hay campo. Un campo triste, de yuyos y pastizales, cables de alta tensión, alguna casa. Pero básicamente no hay nada hasta la entrada del predio. Se baja del auto en el descampado convertido en estacionamiento, que también está vacío. Entra por una puerta lateral, chiquita, rumbo a su oficina. Prende la computadora y se va derecho a la máquina de café. Recién ahí se encuentra con gente, esos compañeros de trabajo que conoce hace casi dos décadas, que saben muchas cosas de él pero sin embargo, en el fondo no los considera sus amigos. Saluda, conversa unos minutos, más bien escucha a los que hablan. Se lleva su café a la oficina y cierra la puerta. Sabe que pronto van a llegar los demás, que el silencio le va a durar poco. Recuerda la universidad de Heidelberg donde pasó dos años. Podía estar el día entero sin hablar con nadie. Además, nunca les entendió bien a los alemanes, algo que no le molestaba para nada.
A Darío nunca le importó tanto la empresa como a su padre. Por eso lo convenció de venderla a la multinacional, para convertirse en una sucursal más. Nunca entendió el orgullo de ser parte de una empresa familiar del que tanto hablaban los empleados. Con lo que les pagaron, su padre se jubiló, y decidió dedicarse al arte que siempre postergó. El se compró una casa en un country, aunque al poco tiempo ya no soportaba los viajes interminables y los embotellamientos diarios y se mudó con su familia a un departamento enorme, con parque y pileta, cerca de la empresa. La perspectiva de pasar el resto de su vida haciendo más o menos lo mismo lo asustaba un poco. Más bien lo deprimía, pero era incapaz de confesárselo a su mujer o a su padre. La empresa lo asfixiaba. No soportaba estar encerrado frente a un escritorio. Por eso mudó las oficinas a un edificio nuevo con vista al río, para que sus jornadas se hicieran más soportables.
De a poco fue delegando funciones en la gerenta general, así él podía manejar las reuniones afuera para concretar nuevos negocios, además de tener tiempo de ir a correr, o buscar a los chicos a la salida del colegio. Cualquier excusa le servía para no pasar el día entero ahí adentro.
Actualmente no está más de dos o tres días por semana en la oficina. Elige hacer él los viajes a los meetings y presentaciones siempre que puede, es lo único que no delega. Siempre se toma un día libre antes de volver. Por algo es el vicepresidente de la compañía. Ya no ve mucho a sus amigos. Aquellos de la época de la facultad, tienen una vida tan distinta a la de él que lo hacen sentir incómodo. En el country en cambio, juega al tenis con otros CEOs, sin profundizar demasiado en temas laborales ni personales. Evita todo lo que puede las preguntas de su padre sobre cómo marcha la empresa. Redondea respuestas difusas, esparce siglas en inglés para procedimientos que antes tenían nombres mucho más sencillos en español. De los viejos empleados quedan unos pocos. Los demás se han ido. El recambio es saludable, le explica Darío a su padre. Don Antonio era temido y respetado por todos. Darío sabe que a él no lo respetan demasiado, y es lo que más trata de ocultar. Es el puñal clavado que lleva escondido.
Fernando y Darío están sentados en diferentes mesas del mismo restaurant frente al puerto. Para Fernando es un día fuera de lo común, hace de anfitrión de un profesor invitado que vino a dar un seminario. Darío almuerza ahí seguido, a veces solo, y otras veces, con gente de negocios.
Cruzan algunas miradas como dudando si se conocen, saben que se han visto en otros lugares, varias veces. No encuentran el registro de datos. Les falta información. Se quedan con la duda. Cada uno vuelve a lo suyo, uno a su comida silenciosa, el otro a la charla forzada en inglés.
Ana Luisa no se ha vuelto a encontrar con Fernando desde que se separaron. Ya no viven en el mismo barrio, las calles por las que caminan no son las mismas. Andan en autos distintos a los que tenían hace cinco años, por autopistas opuestas, en horarios cruzados. Cargan nafta en estaciones de servicio distintas. No van a los mismos cines, salen a comer afuera en días distintos, a horas distintas, en restaurantes diferentes. Van de vacaciones a balnearios alejados, ella en enero, él en febrero, generalmente. Tienen algunos amigos en común pero no los ven nunca, y si los ven, ninguno tiene nada para contarle a Ana de Fernando, ni a Fernando de Ana. No los nombran, como si nunca hubieran existido. O si los nombran, es dentro de una frase que no agrega ninguna información nueva a lo que ya sabían. El tiempo se quedó atascado ahí, ellos se movieron en el espacio. Ahora viven en la misma ciudad pero sus mapas son completamente distintos.
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