No se escucha más que los cascos del
alazán que monta el niño, perfectamente vestido de fiesta dominguera con
pañuelo, sombrero con cinta, bombachas con cinturón de monedas, botas de
gaucho, y un rebenque en la mano derecha.
Es Toribio el que lo entrena en la prueba de riendas, firme,
exigente. Es como una clase en la
escuela de choferes, pero arriba de un
caballo, hay que ir sorteando obstáculos
-¡Esquivalo, esquivalo, lo más importante
es esquivarlo!
Silencio,
el bosque de fondo hace de pared para tapar el brillo del sol. El niño hace el recorrido, esquiva, siempre
derecho, elegante, fuerte y seguro en su metro treinta. Anda a caballo desde
que era bebé, no caminaba y Papá ya lo subía a un petiso tubiano muy manso.
Para que se críe bien macho, bien de
afuera, gaucho de sociedad rural,
oligarca testimonial, señor de las tierras que ya no le van a pertenecer porque el abuelo
vendió la estancia a unos porteños justo antes de que el Banco se la rematara.
Ahora Toribio sólo tiene la sangre oligarca, pero no
la tierra. Es administrador de los Jauregui,
que tienen campos en Artigas, en Tacuarembó, en Durazno. Toribio siempre tan orgulloso y altanero,
obedece con delicadeza a su patrón, Don
Jauregui. Presidente de la Sociedad
Rural de Cerro Largo, padrino de la Patria Gaucha. Eso quería Toribio cuando
era chico, desfilar con el poncho patrio y la vincha blanca, como Aparicio Saravia. Pero no, a su
padre no le interesaba ni el folklore ni los festivales tradicionales, la tradición era algo para
dejar atrás, prefería estudiar catálogos de cosechadoras nuevas, compró un
teodolito para mejorar la siembra, se
metió como dirigente de la Cooperativa de Productores Agrícolas de Salto,
siempre votó al Frente Amplio pero nunca le interesó demasiado la política.
Este
es el turno de criar hijos para Toribio: ahora se puede desquitar. La esposa de
Toribio viste al niño de gaucho para ir a pasear a la Rural, y a la bebita también. Toribio se compra
caballos purasangre con la plata que ahorra viviendo en la estancia de Jauregui.
Le gusta cantar Aparicio Aparicio/te estoy buscando/donde estás General/de
poncho blanco, cuando hace la recorrida
por el campo para ver a los animales.
El niño va a desfilar vestido de Artigas
en la Fiesta de la Patria Gaucha. Eso no
es pa cualquier culo roto de la ciudad. Toribio puede mostrar todo su desprecio
por la vida de Montevideo, esos ómnibus llenos de gente apretada, que no sabe andar
a caballo, esos que le tienen miedo a
una falsa crucera, que no saben carnear una vaca. Pero sobre todo, no tienen
idea de lo que se siente al mirar hasta el horizonte desde abajo del alero de
la estancia, y saber que toda esa tierra alrededor es tuya, de tus hermanos y
tu padre, como antes fue de tu abuelo, y de tu bisabuelo, que la heredó del viejo
Garzón que en realidad llegó medio muerto de hambre de las Islas Canarias y se instaló en la zona
nomás.
Ese es el desprecio profundo que le brota
más que nunca, porque ahora él observa
hasta el horizonte desde la Casa del Administrador, y ve la tierra de
Jauregui. Entonces hay que aferrarse a
la tradición, a lo que los otros no tienen. Eso es lo que le quiere dejar al
niño, que va absorbiendo los gestos, la actitud de superioridad. Hay que cuidar
cada detalle para crear un perfecto noble ganadero sin estancia.
-¡Perfecto, perfecto, perfecto, perfecto!
El jinete escolar revolea el lazo
mientras esquiva tanques de agua vacíos, al galope, con elegancia y estilo, y completa
la prueba con la seguridad de saber que está haciendo lo que Papá quiere, con
la tranquilidad de haber heredado el
poder mágico, esa cualidad única que
tiene por ser un Garzón. Eso que él ya sabe porque cuando dice su
apellido en la escuela, las maestras lo reconocen, la directora ha sido
compañera de colegio de sus tíos, sabe quiénes son sus abuelos, es una familia
muy grande, lástima que casi todos han perdido las estancias. Toribio tiene hermanos que se fueron a Miami, donde el
apellido Garzón no le dice nada a nadie, cuando lo pronuncian allá en sus
trabajos mediocres, no se pueden olvidar del aura brillante que los rodeaba
cuando vivían en su ciudad natal. El apellido era algo muy valioso. Ahora, en
boca de los gringos se derrite, se desfigura como un sorete pisoteado.
********
Toribio sale temprano a hacer la
recorrida por el campo, un rato después del amanecer, después de tomar unos
mates sentado con las piernas abiertas, en alpargatas, inclinado hacia
delante, repitiendo hasta el infinito la
herencia de cada gesto de su padre y de su abuelo. Trata a los peones con la
mezcla justa de respeto, distancia, aprobación y superioridad. Conoce el mundo del galpón, allá adentro él aprendió cómo funcionaba el mundo, cuando era chico, observando al capataz de la
estancia, sus movimientos, sus gestos y palabras, incluyendo sus primeros conocimientos sobre el
sexo, gracias a las revistas porno, las
diapositivas con fotos a color de mujeres abiertas de piernas, y también por los ruidos sofocados y los
olores y los movimientos confusos que espiaba a través de la cerradura del
cuarto de las limpiadoras a la hora de la siesta, cuando los peones las iban a visitar. Así
nacían bebes a lo loco en la estancia, y los peones y las limpiadoras iban
pasando, pero siempre quedaba Ernesto, el capataz, que lo trataba con respeto
de señor, autoridad de padre, y complicidad de tío. Fue él quien lo bautizó Tobito,
cuando apenas sabía hablar. En su jergón
de lana de oveja desayunaba mate con
asado y lo acompañaba al campo donde aprendió a andar en pelo y al galope
agarrado de las crines nomás o parado sobre los pingos, a hacer pruebas de
riendas, a bailar en las peñas con la música de los Iracundos. Y un día Ernesto se casó y se fue a España, a
vivir con su mujer que era enfermera. Nunca más anduvo a caballo, se convirtió
en albañil. Un traidor.
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