Otra mañana con la casa rebosante de mugre, chorretes y platos
grasosos con restos de comida, ropa sucia y tasas, migas, chorros de mermelada
y leche, toallas húmedas, sábanas revueltas, zapatos impares y medias negras. Y
la llamada de improviso, la empleada no viene hoy, cuando yo me había prometido
que hoy iba a revisar ese cuento, le iba a dedicar un rato a escribir pero no,
es hora de ponerme los guantes de látex fucsia y poner mi furia y mi velocidad
bipolar al servicio del hogar. Cuando lavo con el chorro a máxima potencia
pienso que ninguna empleada lava tan rápido como yo. Me propongo tener toda la
casa ordenada en una hora, es una carrera contra mí misma y contra la neurosis
del ama de casa. Tengo que dejar todo reluciente, pero rápido, saber que yo
triunfé y que el día es mío. Saltan chorros en cascada de las tasas que enjuago
como un robot super veloz. Bowls, asaderas, espátulas, tablas, ollas. La
ventana está abierta y sale vapor de la pileta, entra aire frío pero no lo
siento, la bronca y el agua caliente me mantienen a buena temperatura. Sé que
tengo mi secreto primermundista, el lavavajillas al costado donde pude cargar
diez platos, vasos, cubiertos, tápers, pero no entra todo, y no todo se lava
bien. Limpiar la mesada. Cargar el lavarropas. Al lado está la secadora, otra
marca de mi alto estatus social de ama de casa. No seca mucho, ya voy por el
cuarto ciclo, deben ser ocho horas de secadora. La uso sólo en los días de lluvia. La vuelvo a
prender. Hay tres tenders llenos, que recién puedo sacar al sol después de la
tormenta de ayer, más el lavado actual
en el lavarropas. Subir y bajar
con dos canastos que explotan de ropa revuelta. Volver a subir y tender las
camas como si hiciera volar cometas hasta el techo. Miro los cajones de
juguetes: la tentación de cargar todas las cajas de legos y fósiles de juguetes
en el auto, hacer desaparecer todo. Levanto papeles y más medias perdidas,
enderezo, estiro, guardo, doblo. Voy pasando de una habitación a otra, dejo las
ventanas abiertas para liberar el aire de la noche y entra viento fresco. Una
más, dos, tres, cuatro. Cada vez más cerca de la libertad. Es el momento de
ordenar mi escritorio y poner en su lugar la laptop, el cuaderno y los papeles. Suena el timbre. La empleada no es porque no viene. Es la
segunda opción, es mi marido que se fue a llevar a los chicos al colegio. Se
suponía que dejaba el auto en el taller y yo
lo iba a buscar. Entra y le explico en dos palabras ¨no vino¨. Respiro hondo para impedir que se le ocurra
hacer el chiste de ¨tenés ocho minutos¨.
Me pregunta ¨vas a salir ya?¨, no, anda vos solo a la estación por
favor, no voy a salir corriendo ahora.
Escribo en secreto y en soledad. Se supone que sabe que escribo
pero no sabe cuándo ni dónde. Hace unos años escribía de noche en el dormitorio
en una mesita en una esquina, mientras él era el dueño de la televisión y hacía
zapping entre películas empezadas, documentales y programas periodísticos.
Hasta que se volvió a encontrar con la NBA. Después de unos años de aislamiento
nocturno y gracias a la televisión on demand, pude volver a ver películas y
sobre todo las series norteamericanas,
nuestras telenovelas mexicanas del siglo XXI, con las que llenamos las
noches, el sinónimo moderno de hogar y paz.
Mi marido se demora un rato, no sé bien qué hace pero yo sigo
ordenando más detalles, buscando documentos, juntando lápices, sumando puntos
al orden de la casa esperando el momento en que cierre la puerta. Hoy no tengo tiempo de compararme con mis ex
colegas de laboratorio, quizás ya lo
hice cuando llore antes de empezar a
limpiar. Después me puse en acción a una velocidad que sólo es posible cuando
estás viviendo el momento. Tanto que me
cuesta meditar y resulta que el mejor mindfulness es lavar la vajilla como si
estuviera por perder el avión a Italia. Cuando lavo furiosa recuerdo a mi
abuela que lavaba así y yo me preguntaba
por qué, y veo que fallé, que caí en el mismo ciclo. Mi vida atrasa medio
siglo. Mi referencia de matrimonio más temida eran mis abuelos. El matrimonio
machista, el hombre agresivo y dominante, la mujer frustrada y silenciosa. Estoy segura de que el ruido no cesaba jamás
la cabeza de mi abuela. Por eso era tan despistada. Estaba desconectada del
mundo de esa manera característica de quien está muy ocupado con los diálogos
internos. Ella me decía vos tenés que estudiar para no depender de nadie y a mí
me parecía lo más obvio del mundo. Pero terminé con el plan menos pensado. Soy
una madre ama de casa con muchos hijos, una casa moderna y soleada en los
suburbios, con jardín y pileta, y manejo una camioneta enorme para ir al
colegio, al supermercado, al gimnasio, cumpleaños, casas de amigos de mis
hijos y doctores. Y me quedo sin
empleada demasiado seguido. Y no es ni por tratarlas mal. Y termino llorando al teléfono con la mujer de
la agencia de mucamas. Ese es un pequeño resumen de mi vida inesperada.
en casa tampoco saben que escribo.
ResponderEliminarni quiero que sepan.
no tengo una mala vida.
diría que es buena, y sin embargo siempre está ahí agachada acechando esa pizca de insatisfacción, ese algo que necesito, que nunca se que es.
(te acordás de luca? cantando "no se lo que quiero, pero lo quiero ya"
soy un adicto, lo reconozco.
a todo lo que me pueda generar una adicción.
contra las que me hacen mal lucho (y contra las que dañan demasiado mi economía), con las otras me dejo vencer...
quizás es una cuestión de perspectiva, de la visión que tenemos de nosotros mismos. no se.
hace un tiempo escribía una pequeña entrada: "por que conformarme con bueno, si puede ser maravilloso?", y aclaro que el bueno es un muy bueno.
solo que la maravilla se dió.
y yo no fui atrás.
uf...
se hace muy largo esto para una tarde de viernes laboral...
qué loco volver a cruzarme con vida acá adentro de los laberintos de blogger, no te pasa eso?
ResponderEliminarsi habré escrito posts en horario laboral… tuve un jefe que me comentaba los cuentos como anónimo cuando a mí no se me ocurría que alguien revisaba el historial de internet de mi pc. Viejas épocas allá en 2009