Por la ventana se veía sólo el negro intenso del pozo de luz, acentuado por la noche. El viento hacía remolinos en ese agujero sucio y las ráfagas dejaban temblando los vidrios mojados por la lluvia. El apartamento estaba casi vacío todavía, y con el silencio parecía más gris de lo que era. Daniela prendió la lámpara de pie que se había pertenecido a su abuela, le daba un aspecto más cálido al piso de roble ennegrecido, y se sentó sobre el colchón cubierto con una manta hindú y almohadones de colores que era su nuevo sofá. Traía un té de la cocina. La única manera de mantenerse caliente en ese lugar helado. Los buñuelos de espinaca que se había hecho para estrenar la cocina le habían caído un poco pesados. No estaba segura de si habían quedado un poco crudos o muy aceitosos, o si eran sólamente los nervios de vivir sola, por fin. Cada tanto escuchaba alguna voz en el corredor, gente que entraba o salía de sus apartamentos, tan oscuros y fríos como el de ella, siempre acompañados por el estrépito que hacía la puerta de la calle al cerrarse. Esos ruidos la conectaban con el mundo de afuera, como una excusa para imaginarse que no estaba completamente sola en ese lugar.
El malestar no se le pasaba, más bien se estaba sintiendo peor. Le vino una arcada muy fuerte y apenas pudo llegar al lavatorio del baño para vomitar todo lo que había comido. Se lavó la cara, la boca y se fue a tirar sobre su cama. Allí se escuchaban los ruidos de la calle, los ómnibus y camiones que frenaban en los semáforos, unos para ir hacia el centro, otros para salir de la ciudad. Todos aceleraban sus motores viejos cuando venía la verde. Así toda la noche. Ante cada silencio, Daniela esperaba en vano que se mantuviera la calma hasta que ella se pudiera dormir, pero a los dos o tres minutos, otro semáforo, otra vez primera, segunda, ruido, ruido. Se sentía débil, no le daban las fuerzas o el ánimo para volver a levantarse, ir a la cocina, tomarse otro té o algo. No había nadie a quién pedirle ayuda. Tenía un leve nudo en la garganta pero algo le impedía llorar. La peor parte de la soledad era que no sabía cuánto iba a durar. En algún momento de la noche finalmente se durmió.
La radio-despertador y su música a todo volúmen la sobresaltaron cuando ya estaba claro. Ahí seguían los motores, los caños de escape. Le parecía que cargaba un saco de arena arriba de su cuerpo. No podía siquiera abrir los ojos. Así pasó media hora, cuarenta y cinco minutos, hasta que la alarma interior le dio el impulso necesario para incorporarse. Se vistió con el jean del día anterior, una polera a rayas, los borceguíes y un saco rojo. Se ató el pelo en un moño desordenado. Tomó un té con leche y tres galletitas de agua y salió de su casa. La puerta del edificio se cerró con estrépito detrás suyo. Ya estaba en la calle y por suerte tenía la parada en la esquina. Se subió la capucha de la campera y se apretó más la bufanda. Le hizo señas al 145 que venía lento, listo para detenerse en el semáforo rojo. El sol asomaba, frío, entre las nubes. La vida parecía mejor a esa hora. En un rato seguramente se iba a cruzar con él, quizás en el comedor, quizás en algún pasillo. Colgada de una fantasía se subió, pagó el boleto y se sentó.
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