martes, 8 de abril de 2014

Vengo de un planeta lejano




Creo que siempre pertenecí a otro mundo. Yo vengo de un lugar habitado sólo por mí. Antes de cumplir tres años, estuve en cama durante dos meses. Un pediatra muy viejo me diagnosticó fiebre reumática, algo no tan común desde que se generalizó el uso de antibióticos. Como otras veces en mi vida, se juntaron dos sucesos independientes: un doctor con ideas antiguas, y una familia demasiado aprensiva. Me llevaron a tres o cuatro o cinco consultas más, los demás doctores dijeron, esta niña no tiene nada. Pero mi madre prefirió quedarse con el diagnóstico más grave, para poder mantener el control del mundo, del destino, del azar. El tratamiento consistía en una inyección mensual de una penicilina de larga duración, muy dolorosa, no hacer ejercicio, tomar una aspirina diaria, análisis de sangre periódicos, visitas al doctor. Una lista de asuntos incómodos y dolorosos que  me pusieron al margen de la normalidad desde que tengo memoria. A la base inicial se le fueron sumando más puntos: mi padre se fue a Venezuela a probar suerte pero tuvo un surmenaje,  perdió la memoria, lo fueron a buscar, volvió y se internó en una clínica psiquiátrica.
En mi familia abundaban los abuelos, me habían enseñado a   llamar abuela y abuelo a todos mis tíos abuelos. Ese era otro detalle que me desconcertaba. Yo tenía una familia rara. Uno de mis tíos abuelos era El Padrino de todos los sobrinos, el dueño de la carnicería familiar, el hombre que tomaba las decisiones: todos sus hermanos eran sus subordinados, todos hacían lo que él decía.  Y a mi padre lo llamaba el Microbio, porque no era suficiente hombre para mi madre. Luego de alguna conclusión suya sobre lo que convenía hacer o no, mis padres se separaron.  Mi naturaleza extraterrestre se hacía cada vez más visible. Cuando entré a primer grado,  yo era la única que tenía padres divorciados en aquel colegio católico que quedaba como al final de Montevideo,  en la parada final de varios ómnibus que recorrían la ciudad: Lezica-Sant Bois.  El colegio y el manicomio, uno casi al lado del otro. Como en todos los colegios, había mamás que esperaban a los niños a la salida de la escuela, había mamás que hacían tortas, que iban a las reuniones de padres, que llevaban niños a los cumpleaños. A mí, me llevaba mi abuela a todos lados.
En la fila de la clase, yo iba última. Era más alta que casi todos los varones. Me hice amiga de una nena bajita y redonda,  que tenía hoyuelos en los cachetes, y  llevaba las trenzas  negras atadas con cintas blancas. Yo era larga, finita y algo torcida, como una rama de paja brava. La maestra me hizo sentar en el fondo de la clase. Mi amiga chiquitita, estaba en la primera fila. Pero apenas pasaron unas semanas cuando la maestra notó que yo achicaba los ojos para mirar al pizarrón, mi abuela me llevó al oculista, y de pronto, aparecí en la escuela con unos lentes rectangulares. Desde entonces me senté en la primera fila. Al lado de mi amiga a la que todos llamaban la peti, aunque en realidad, el nombre se lo había puesto yo.




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