jueves, 5 de junio de 2014
la casa de los hippies
Entre la lista de visitas ineludibles del verano, figura el pueblito donde nos conocimos con Gerardo hace diecisiete años, en mi siempre mencionada etapa hippie, que terminó abruptamente cuando mi vida se pobló con dos hijos chiquitos y nos tocaron varios veranos lluviosos en el rancho de veraneo sin agua y sin luz, rodeado de pantano inundado. Cosas de la vida, una gran amiga de aquella época, recién empezó a ir a este lugar cuando yo dejé de ir, porque entonces le prestábamos a ella y su marido la cabaña. Justo cuando yo empecé a odiarlo, ella empezó a amarlo. Y un par de años después se compraron un ranchito a medias con otra pareja, y desde entonces son felices, ellos nunca salieron de la etapa que se puede considerar un estado estable, la cosa de vivir en campamento permanente de colchones en el piso, convivencia multifamiliar con fondo común para cocinar arroz, polenta, y placidez hippie. No sólo les alcanza con un solo baño (chiquitito) a las dos familias, sino que además les sobre el ánimo para invitar amigos y parientes a instalar carpas en el terreno alrededor de la casa que aún está sin terminar de refaccionar.
Así que como siempre, cuando llegamos de visita, hay un grupo de gente que desconozco, sentada alrededor de la mesa, que está bastante atrapada abajo de una cina-cina que da sombra. El terreno es más grande de lo que parece, pero está repleto de monte natural, que no piensan podar para mantener el estado vírgen de la tierra, así que el espacio realmente libre en el jardín es muy poco.
Me comentan que los que están almorzando hoy, son los vecinos de la casa de atrás, con los que también hacen fondo común para las comidas, porque son amigos de verano. A pesar de la repetición de los años, todavía sigo dudando si admirar o abominar del espíritu abierto de mis amigos, y practico mi cara de poker anual, viendo que todo sigue exactamente como estaba el verano pasado, que nadie se cansó ni una gota del estilo de vida, y me voy sintiendo pesada y vieja, y decrépita de burguesa, chiquitita tratando de ocultar mi camioneta grande, y disimulada para no describir demasiado la casa que alquilamos este verano, o menos, la que estamos construyendo para el verano próximo. Pero hay algo obvio, si yo no soy transparente, ella tampoco, ya no es posible que nos comuniquemos como antes. No se trata de hipocresía, más bien es un intento desesperado por encontrarnos en territorio común, encuentre las similitudes. Noto que ella habla de corrido, como sin pararse a descansar, creo que ella también tiene que hacer un esfuerzo para juntar mi imagen actual con la de la flaca de la facultad, la de los eternos pantalones con arabescos, el enterito de jean y las remeras cortadas a tijeretazos. Qué pasará por detrás de sus palabras, ¿cuál es el texto subliminal de nuestra charla? Por lo menos, ya no me dice que estoy divina cada vez que me ve, como contrapunto a que estoy fuera del sistema, es que ya no es sostenible. Esa era una punta de la madeja, estás divina, es decir, te vestís bien y se luce, y te lo juro que te lo digo sin mala onda, de corazón. Y no, ya no queda nada bueno que decir tampoco sobre mi cuerpo: la pancita que quedó instalada después del cuarto hijo me pone más en el lugar de la flaca heladera deforme que en el de la divina, me ponga lo que me ponga. No hay terrenos firmes para nuestra charla, lugares que podamos pisar cómodas las dos, salvo los hijos. Y es que aunque sea una de las amigas que más he admirado en mi vida, tiene esa certeza de superioridad que le brota, que no puede evitar aunque sea una de las personas más buenas o ecuánimes que conozco. Es que es un hecho cierto, estoy tan abajo académicamente, profesionalmente, con respecto a mis ex condiscípulos, que es muy incómodo de manejar, para cualquiera. No se la puede culpar a ella, es el resultado de mis acciones, de mis elecciones de madre burguesa. Elegí quedarme con mis hijos. Además, por si caben dudas, la vida académica se me hizo difícil en muchos aspectos: causa, consecuencia. No quise, no pude, las dos caras de mi personalidad, por eso no la puedo culpar a ella por lo que ve. Es la gran victoria de los intelectuales hippies, saberse por encima del resto del mundo, con humildad. El conocimiento es la piedra filosofal. Nada material está por encima de ese tesoro. Lo sé porque alguna vez estuve ahí. Por eso me pesa tanto ser la madre burguesa que no trabaja, con una casa grande y un auto grande, que no compré yo, aunque parí cuatro hijos, mientras que mi marido hacía su camino en el mundo de los negocios hightech. En cambio ellos, mis amigos hippies, están en un pedestal, siguen sin necesitar comodidades, o un baño propio, o una casa para una sola familia. No, les alcanza con la superioridad moral que emana de su lugar en el mundo, de la investigación, de la universidad. Y seguro si yo le digo todo esto me va a decir que no, que estoy loca, y ella no está en ningún pedestal, como tampoco me diría que vive en comunidad hippie, no porque no le alcanza para pagarse unas vacaciones propias, sino porque realmente está eligiendo una opción de vida. ¿Más para admirar?. Será que yo perdí la capacidad de comunión (¿a mediano plazo, como unas vacaciones completas?) con alguien que no sea mi propia familia nuclear. O será que yo apenas logro transcurrir la vida diaria con mi marido y mis hijos, que me llenan y me completan y me agotan todos los huecos mentales y sentimentales. No me queda mucho espacio para compartir la casa, la cocina, el baño.
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