Siempre la misma canción
viernes, 3 de noviembre de 2017
Se acabó el verano
Aquel flash en medio de la oscuridad me sorprendió mientras revolvía la salsa en el sartén. No imaginaba dónde podría estar posicionado el audaz fotógrafo en esa noche de campo cargada de nubes. Al fogonazo de luz le siguió una explosión fuera de lo habitual, unos segundos después, y fue entonces que entendí que se venía una tormenta fuerte. El viento empezó a soplar sin previo aviso, y la fuerza era tanta que los vidrios de las ventanas temblaban hasta repiquetear como un motor a punto de arrancar. La cabaña que había comprado a un pescador, y que se convirtió en mi refugio del mundo desde hacía un año, de pronto parecía terriblemente frágil. Se podía escuchar la amenaza vibrando en el techo de chapa, que resistía la fuerza persistente. En unos minutos llegó la lluvia, toda junta, de repente, y las gotas que caían eran enormes, pesadas, copiosas, insistentes. El estruendo de los truenos no dejaba de atemorizarme cada vez que me sorprendía una detonación. La fuerza del viento empujaba el agua por debajo de la puerta hacia adentro, chorreaba de las hendiduras de las ventanas, y empezaba a filtrarse por las grietas del techo, mientras las gotas iban convirtiéndose en verdaderos charcos, en unos pocos minutos. Mientras corría buscando baldes, cortando botellas de plástico y cajas de tetrabrik, tratando inútilmente de atajar el agua que caía desordenada por el viento, el alambrado afuera se sacudía frenéticamente, doblando los palos sueltos que se habían desclavado de la tierra. El rugido del mar quedaba silenciado por la frondosa lluvia que nos ensordecía como una máquina imparable. El viento seguía silbando con su tono agudo y amenazante, la lluvia caía oblicua. Presentía cómo el camino de tierra iba quedando anegado en la oscuridad. De a ratos se escuchaban choques de latas y latones, posiblemente eran los techos de los ranchos de la otra cuadra, que no habían soportado la fuerza contínua del viento tirando hacia arriba. El agua empezaba a correr por el lecho de barro del camino, venía bajando desde el cerro Verde, con fuerza de correntada, cada vez subiendo más y más hacia la casa. Un par de horas después el camino era sólo un río marrón, el agua bajaba con furia, y un árbol flaco que crecía en la entrada no resistió el tironeo y salió arrastrado como si fuera una ramita seca. Quedó apelotonado contra un rancho en la otra cuadra, que ya tenía agua hasta la puerta.
Como si acomodaran cajas en un enorme salón de las alturas, seguían resonando los truenos, y el soplido asmático del viento vibraba contra los vidrios, cada vez más fuerte. Una ventana se abrió de repente. Se apagaron las velas, volaron los libros que estaban sobre la mesa, la cortina quedó hecha un trapo empapado y colgante. El agua me pegaba en la cara mientras forcejeaba para cerrarla. Una ráfaga que entró por la ventana embolsó el techo desde abajo y terminó por arrancar un pedazo de chapa alrededor de la chimenea de la salamandra. El resto de la chapa temblaba ruidosamente, resistiendo, pero ya no quedaba nada por hacer. En un instante quedé helada de frío y pánico, empapada. La tormenta me había acorralado.
martes, 11 de abril de 2017
Furia
Otra mañana con la casa rebosante de mugre, chorretes y platos
grasosos con restos de comida, ropa sucia y tasas, migas, chorros de mermelada
y leche, toallas húmedas, sábanas revueltas, zapatos impares y medias negras. Y
la llamada de improviso, la empleada no viene hoy, cuando yo me había prometido
que hoy iba a revisar ese cuento, le iba a dedicar un rato a escribir pero no,
es hora de ponerme los guantes de látex fucsia y poner mi furia y mi velocidad
bipolar al servicio del hogar. Cuando lavo con el chorro a máxima potencia
pienso que ninguna empleada lava tan rápido como yo. Me propongo tener toda la
casa ordenada en una hora, es una carrera contra mí misma y contra la neurosis
del ama de casa. Tengo que dejar todo reluciente, pero rápido, saber que yo
triunfé y que el día es mío. Saltan chorros en cascada de las tasas que enjuago
como un robot super veloz. Bowls, asaderas, espátulas, tablas, ollas. La
ventana está abierta y sale vapor de la pileta, entra aire frío pero no lo
siento, la bronca y el agua caliente me mantienen a buena temperatura. Sé que
tengo mi secreto primermundista, el lavavajillas al costado donde pude cargar
diez platos, vasos, cubiertos, tápers, pero no entra todo, y no todo se lava
bien. Limpiar la mesada. Cargar el lavarropas. Al lado está la secadora, otra
marca de mi alto estatus social de ama de casa. No seca mucho, ya voy por el
cuarto ciclo, deben ser ocho horas de secadora. La uso sólo en los días de lluvia. La vuelvo a
prender. Hay tres tenders llenos, que recién puedo sacar al sol después de la
tormenta de ayer, más el lavado actual
en el lavarropas. Subir y bajar
con dos canastos que explotan de ropa revuelta. Volver a subir y tender las
camas como si hiciera volar cometas hasta el techo. Miro los cajones de
juguetes: la tentación de cargar todas las cajas de legos y fósiles de juguetes
en el auto, hacer desaparecer todo. Levanto papeles y más medias perdidas,
enderezo, estiro, guardo, doblo. Voy pasando de una habitación a otra, dejo las
ventanas abiertas para liberar el aire de la noche y entra viento fresco. Una
más, dos, tres, cuatro. Cada vez más cerca de la libertad. Es el momento de
ordenar mi escritorio y poner en su lugar la laptop, el cuaderno y los papeles. Suena el timbre. La empleada no es porque no viene. Es la
segunda opción, es mi marido que se fue a llevar a los chicos al colegio. Se
suponía que dejaba el auto en el taller y yo
lo iba a buscar. Entra y le explico en dos palabras ¨no vino¨. Respiro hondo para impedir que se le ocurra
hacer el chiste de ¨tenés ocho minutos¨.
Me pregunta ¨vas a salir ya?¨, no, anda vos solo a la estación por
favor, no voy a salir corriendo ahora.
Escribo en secreto y en soledad. Se supone que sabe que escribo
pero no sabe cuándo ni dónde. Hace unos años escribía de noche en el dormitorio
en una mesita en una esquina, mientras él era el dueño de la televisión y hacía
zapping entre películas empezadas, documentales y programas periodísticos.
Hasta que se volvió a encontrar con la NBA. Después de unos años de aislamiento
nocturno y gracias a la televisión on demand, pude volver a ver películas y
sobre todo las series norteamericanas,
nuestras telenovelas mexicanas del siglo XXI, con las que llenamos las
noches, el sinónimo moderno de hogar y paz.
Mi marido se demora un rato, no sé bien qué hace pero yo sigo
ordenando más detalles, buscando documentos, juntando lápices, sumando puntos
al orden de la casa esperando el momento en que cierre la puerta. Hoy no tengo tiempo de compararme con mis ex
colegas de laboratorio, quizás ya lo
hice cuando llore antes de empezar a
limpiar. Después me puse en acción a una velocidad que sólo es posible cuando
estás viviendo el momento. Tanto que me
cuesta meditar y resulta que el mejor mindfulness es lavar la vajilla como si
estuviera por perder el avión a Italia. Cuando lavo furiosa recuerdo a mi
abuela que lavaba así y yo me preguntaba
por qué, y veo que fallé, que caí en el mismo ciclo. Mi vida atrasa medio
siglo. Mi referencia de matrimonio más temida eran mis abuelos. El matrimonio
machista, el hombre agresivo y dominante, la mujer frustrada y silenciosa. Estoy segura de que el ruido no cesaba jamás
la cabeza de mi abuela. Por eso era tan despistada. Estaba desconectada del
mundo de esa manera característica de quien está muy ocupado con los diálogos
internos. Ella me decía vos tenés que estudiar para no depender de nadie y a mí
me parecía lo más obvio del mundo. Pero terminé con el plan menos pensado. Soy
una madre ama de casa con muchos hijos, una casa moderna y soleada en los
suburbios, con jardín y pileta, y manejo una camioneta enorme para ir al
colegio, al supermercado, al gimnasio, cumpleaños, casas de amigos de mis
hijos y doctores. Y me quedo sin
empleada demasiado seguido. Y no es ni por tratarlas mal. Y termino llorando al teléfono con la mujer de
la agencia de mucamas. Ese es un pequeño resumen de mi vida inesperada.
martes, 14 de marzo de 2017
Todo fue un error
(Quiero ser Elena Ferrante escribiendo
sobre mi vida). 24 Enero 2017, En alguna esquina de Rocha, Uruguay
Me despierto con la consciencia de mi
vida doméstica y me brota la furia de lo inadecuada que he resultado para la
vida. Pensé que con estudiar ya estaba todo resuelto, que el feminismo era algo
superado que se daba por descontada la igualdad de géneros, porque en la
primaria y en la secundaria siempre las mujeres éramos mejores alumnas que los
varones. Recién en la facultad empezaron a aparecer cerebritos varones a mi
alrededor que me asombraban y me disgustaban en la comparación. Recién ahí
descubrí que había mucha gente con mayor capacidad intelectual que yo.
Pero acá estoy subiendo la escalera con
un atado de ropa empapada para lavar, en la casa soñada de la playa que cada
noche se convierte en el castillo embrujado en la cima de la montaña, sólo que
estamos rodeados de pinos y monte y vuelvo a pensar en la impulsividad para
decir sí a un proyecto que parecía el sueño de la vida, la casa propia en la
playa. La excusa era que mi cuñada nos debía plata y comprar el terreno era
perfecto para reclamar la deuda.
Pero siempre estoy cambiando a mayor
velocidad de la que puedo estimar. Diez años estudiando y trabajando en
ciencias para tirar todo por la borda cuando nació mi primer hijo, porque
descubrí que sólo quería estar con él, y con el hijo que siguió, y con el otro,
y que no podía manejar la casa y las agendas infantiles con un trabajo, y que no soportaba a las empleadas.
Sobre todo no se me ocurrió ver que
estaba asumiendo la división de roles de manera definitiva y que eso me iba a
ir carcomiendo de a poco de la misma manera que a mi abuela materna cuando se
comía las uñas frente al televisor y daba la sensación de que se sentaba ahí sólo como una excusa para pensar en silencio.
Jamás la vi concentrada en ningún programa de televisión.
Cuarenta años soñando con tener una casa
en la playa para ver las incomodidades y complicaciones que esto trae, para
encontrarme repitiendo los gestos de mi tía y mi abuela paterna cuando
organizaban y mantenían sus casas en la
playa. Yo me creía tan inteligente y sin embargo nunca vi venir nada de esto.
El trabajo repetitivo, inagotable de tratar de mantener el orden, prepararse
para la siguiente comida, no queda un espacio para verdadero relax, se nota en
lo poco que leí este verano.
La parte más triste es que como todo lo
que viene dado, para mis hijos la casa, la playa, todo es lo más natural y al
alcance de la mano y nada de esto los entusiasma en serio. Se lo toman en
silencio como una obligación de hijos. No se lo pasan mal pero nadie parece
estar en la gloria. El cielo, el bosque y el océano que nos rodean para ellos
son nada.
Tenemos la obligación de pasarlo bien.
Hemos invertido dinero en nuestro sueño. No nos podemos ir así nomás de la
casa, hay que quedarse a disfrutarla aunque cada noche me da un miedo intenso
la oscuridad, los sonidos, el vacío, o peor, los sonidos desconocidos. La
amenaza fantasma desparece cada mañana cuando sale el sol y todo vuelve a ser
increíblemente hermoso.
Y sé que tengo otras doce horas de luz
para pasarlo bien, para hacer rendir el día. Un detalle de tantos que me
estresan en vacaciones es que mis hijos no tienen la misma idea sobre hacer
rendir el día, cada movimiento, levantarse, salir, caminar, volver, lavarse,
sentarse a comer, sacarse la mugre de los pies, acostarse, todo es una pelea
más o menos civilizada y agotadora.
El aislamiento es otra cosa que me
sucedió sin que me diera cuenta. Al principio sí, la primera semana que mi
marido se fue de viaje y yo tenía a un bebe de cuatro meses y estaba sola en la
casa y no salí a la calle porque hacía frío
y él estaba recientemente operado del corazón y con bronquiolitis o algo
por el estilo, llamé a una amiga, que no
era tan amiga, era una chica mayor que yo, que me había guiado en el
laboratorio donde hice la tesis de maestría. En esa época todavía creía que
tenía amigos nuevos y que podía seguir generando vínculos pero nadie de ese
grupo sobrevivió. Yo dejé a algunos y la mayoría me dejaron a mí. Nada se
sostiene. Pasé por varios trabajos y de
a poco fui perdiendo la ilusión de crear nuevas amistades, compartir todos los
datos de la vida diaria no te hace amigo. Sólo te agota. Después pasé años en
la puerta de la escuela, hablando con sucesivas madres, la única ilusión de
amistad nueva.
Y acá estoy de nuevo frente al océano,
dejé el pasado en el que vivo flotando y
puedo mirar a mi alrededor otra vez. Los amigos del pasado son imágenes de
arena, algunos no resisten la menor sacudida, otros se han convertido en una
figurita falsa, nos podemos juntar a comer pero el vínculo real desapareció.
Entonces estamos solos en la casa
hermosa. No tengo invitados que entretengan a todos, y en el fondo temo que no
lo voy a pasar bien con nadie. De todas maneras he intentado invitar gente pero
las complicaciones de agenda lo impidieron este verano. Mis hijos preguntan educadamente cuándo
volvemos a Buenos Aires.
El viento de Rocha es una buena excusa
para quedarse. La más real en verano.
La familia extendida, los tíos, las
primas, gente querida y lejana. Cuando me acerco empiezan las imperfecciones,
las mezquindades. La reunión a la que tengo que ir y ya calculo lo que tal
piensa de mí, que en realidad cambié tanto que ahora soy peor que todo lo que
juzgaba antes, que me muero por ir a Punta del Este y no lo quiero reconocer. Y
aún así voy a ir, a poner cara de que está todo bien porque somos familia y es
lo poco que hay. Aunque siempre siento que soy la que hace el esfuerzo, por
venir, por estar. Tengo deudas con ellas, con sus padres que me invitaban a sus
casas, es una deuda impagable, los favores de la infancia, esos que me hicieron
crecer de una forma que no hubiera sido posible sin sus aportes.
Y yo sigo cambiando, es cierto, cuando
hicimos la casa en punta del diablo deberíamos haberla hecho en José Ignacio
que era más cool y se puede alquilar más caro, pero ya necesitábamos estar en
punta del este para que mis hijos porteños de colegio bilingüe se encuentren
con sus amigos en verano. Todo lo que yo no tuve
Cambio más rápido de lo que puedo
manejar. Antes amaba el mundo hippie de Valizas, hasta que tuve dos hijos y la
vida sin agua y sin luz me agotó. Pasé a un nivel superior de bohemia hippie
chic, punta del diablo, pero ya me queda incómodo también. Me salva que estoy
segura de que si hubiera hecho la casa en punta del este, también la odiaría y pensaría que todo fue un error. Eso podrían
poner en mi tumba
lunes, 3 de octubre de 2016
Twitter y las madres arrepentidas
Un hashtag, una nota sobre un libro que escribió una mujer que entrevista a mujeres que se arrepienten de haber tenido hijos. La escritora no tiene hijos.
Otra nota, de una periodista que escribió su tesis sobre el rol de la maternidad blabla entre las mujeres actuales (de Argentina). Pienso en la rigurosidad y los datos duros que se necesitan para una tesis de posgrado científico y me río entre dientes de las humanidades. La periodista tampoco tiene hijos.
Me estoy peleando desde ayer (?) contra los molinos de viento de sus tuits. No me van a escuchar y van a entender lo que ellas quieran. Lo que yo quiero decirles a los gritos es que la maternidad te cambia la manera de pensar, que si ellas tuvieran hijos quizás pensarían de manera distinta a la que describen en sus libros, a las mujeres madres arrepentidas que se han esforzado en encontrar para poder llenar páginas.
Lo loco de todo esto es que yo quedo como la loca, la que está tapada de hijos y convertida en una sombra de sí misma pero defiendo a muerte mi lugar.
En Twitter como en la vida no se puede dar toda la información previa, el contexto que rodea a cada pensamiento de manera que los demás vean lo mismo que una. Yo no quería tener hijos, pensaba para qué arruinarle la vida a alguien más. Cómo me voy a ocupar de ellos, con quién los voy a dejar. Eso lo repito en todos mis cuentos y en todos mis posts. Pero la parte que nunca describo es qué me llevó a decidirme a tener hijos. Fue la necesidad y la curiosidad de saber cómo era sentir ese amor tan inmenso que no podía imaginar. Aunque dudaba de mi capacidad para sentirlo. También me estaba empezando a sentir incómoda de ocuparme sólo de mí misma. Aunque estaba en pareja y muy bien, había un lugar disponible para dar amor total a un ser nuevo. Veía a las madres como mujeres más maduras y esforzadas, que daban más a todos a su alrededor. Esas mujeres me dieron fuerzas para animarme a ser madre.
Pero antes de eso, en 1991 conocí a la primera mujer que no tenía hijos por decisión propia. Estaba casada, ella era grado 5 de la Facultad de Ciencias, Cátedra de Biología Celular. El esposo era grado 5 de la Cátedra de Biofísica. Los admiraba como a seres celestiales y a la vez me parecían unos alienígenas por sus logros y su dedicación. Ella nos dijo a las chicas, yo me quería dedicar a estudiar biología del desarrollo y sentía que no iba a tener tiempo para dedicarme a tener hijos. Yo jamás había escuchado un mensaje así. No me escandalizó. Me paralizó la fuerza de decisión de esa mujer. Ella nos estaba tratando de dar su mensaje feminista y a mí me quedó muy grabado, porque yo había sido hija de dos padres incapaces de dedicarse a mí por motivos mucho menos esplendorosos que la investigación científica. Mi mayor terror para el futuro era tener hijos y no poder darles el amor y el tiempo que necesitaban.
Cuando empecé a trabajar en un laboratorio con guardería pensé que había encontrado la solución, el equilibrio y que todo iba a funcionar bien, como le pasaba a mis compañeras de trabajo. Pero después nació mi primer hijo con síndrome de Down y el resto ya está escrito en varios cuentos. No pude soltarme de él, me dediqué cada segundo, porque quería. Y pasé de pensar en tener dos hijos hipotéticos a tener cuatro para compensar.
Lo de compensar un hijo discapacitado con varios hermanos quizás también tiene sus detractoras en alguna otra socióloga o escritora sin hijos que necesita justificar sus decisiones para que no le rompan más las bolas, debería buscar si existe un libro así. Podría escribirlo con una identidad ficticia. Lo voy a pensar
Otra nota, de una periodista que escribió su tesis sobre el rol de la maternidad blabla entre las mujeres actuales (de Argentina). Pienso en la rigurosidad y los datos duros que se necesitan para una tesis de posgrado científico y me río entre dientes de las humanidades. La periodista tampoco tiene hijos.
Me estoy peleando desde ayer (?) contra los molinos de viento de sus tuits. No me van a escuchar y van a entender lo que ellas quieran. Lo que yo quiero decirles a los gritos es que la maternidad te cambia la manera de pensar, que si ellas tuvieran hijos quizás pensarían de manera distinta a la que describen en sus libros, a las mujeres madres arrepentidas que se han esforzado en encontrar para poder llenar páginas.
Lo loco de todo esto es que yo quedo como la loca, la que está tapada de hijos y convertida en una sombra de sí misma pero defiendo a muerte mi lugar.
En Twitter como en la vida no se puede dar toda la información previa, el contexto que rodea a cada pensamiento de manera que los demás vean lo mismo que una. Yo no quería tener hijos, pensaba para qué arruinarle la vida a alguien más. Cómo me voy a ocupar de ellos, con quién los voy a dejar. Eso lo repito en todos mis cuentos y en todos mis posts. Pero la parte que nunca describo es qué me llevó a decidirme a tener hijos. Fue la necesidad y la curiosidad de saber cómo era sentir ese amor tan inmenso que no podía imaginar. Aunque dudaba de mi capacidad para sentirlo. También me estaba empezando a sentir incómoda de ocuparme sólo de mí misma. Aunque estaba en pareja y muy bien, había un lugar disponible para dar amor total a un ser nuevo. Veía a las madres como mujeres más maduras y esforzadas, que daban más a todos a su alrededor. Esas mujeres me dieron fuerzas para animarme a ser madre.
Pero antes de eso, en 1991 conocí a la primera mujer que no tenía hijos por decisión propia. Estaba casada, ella era grado 5 de la Facultad de Ciencias, Cátedra de Biología Celular. El esposo era grado 5 de la Cátedra de Biofísica. Los admiraba como a seres celestiales y a la vez me parecían unos alienígenas por sus logros y su dedicación. Ella nos dijo a las chicas, yo me quería dedicar a estudiar biología del desarrollo y sentía que no iba a tener tiempo para dedicarme a tener hijos. Yo jamás había escuchado un mensaje así. No me escandalizó. Me paralizó la fuerza de decisión de esa mujer. Ella nos estaba tratando de dar su mensaje feminista y a mí me quedó muy grabado, porque yo había sido hija de dos padres incapaces de dedicarse a mí por motivos mucho menos esplendorosos que la investigación científica. Mi mayor terror para el futuro era tener hijos y no poder darles el amor y el tiempo que necesitaban.
Cuando empecé a trabajar en un laboratorio con guardería pensé que había encontrado la solución, el equilibrio y que todo iba a funcionar bien, como le pasaba a mis compañeras de trabajo. Pero después nació mi primer hijo con síndrome de Down y el resto ya está escrito en varios cuentos. No pude soltarme de él, me dediqué cada segundo, porque quería. Y pasé de pensar en tener dos hijos hipotéticos a tener cuatro para compensar.
Lo de compensar un hijo discapacitado con varios hermanos quizás también tiene sus detractoras en alguna otra socióloga o escritora sin hijos que necesita justificar sus decisiones para que no le rompan más las bolas, debería buscar si existe un libro así. Podría escribirlo con una identidad ficticia. Lo voy a pensar
lunes, 10 de agosto de 2015
Rescatando borradores: La caja que perdí aquella vez, y otros retazos.
Soy de tirar cosas. Desprecio el valor de lo material, y no porque soy espiritual, sino por falta de lugar, y por miedo al polvo y las polillas. Pero me persiguen como fantasmas los recuerdos de ciertas cosas que perdí por ese camino, como una caja con todos mis recuerdos de la infancia y adolescencia que había quedado perdida en el fondo del placard en el dormitorio que ocupaba en la casa de mis abuelos donde crecí. Cuando me mudé quedó ahí, y alguna vez me preguntaron por teléfono: ¿qué hago con lo que tenés en tu placard?, yo sin pensar respondí, tirá todo. Tiempo después recordé la caja con los carné del colegio (los boletines, ahora que soy casi una porteña me suena rara la palabra), fotos, y sobre todo, los diarios de mi adolescencia, donde escribí durante dos años cada detalle sobre mi primer amor de ojos azules y pelo enrulado y morocho, idéntico a Tom Hanks en Big. Me encantaría releer mi primera experiencia como escritora pero no podrá ser. Quedará en la neblina del ayer, como dijo Caetano Veloso.
Creo que dejé de escribir en el diario justo cuando me arreglé con Antonio la primera vez, que duró tres días. El primer beso. Del cielo al infierno en un viaje de ascensor.****
De chica no me gustaba comer. Eso decían todos. Yo me acuerdo que me daba arcadas el pescado, la espinaca con salsa blanca. No podía tragar el tomate ni la lechuga, y muchas cosas más. Además, siempre tuve las piernas y los brazos muy flacos, cosa que los hacía parecer más largos todavía. Mi abuela materna me hacía leche con huevo y cinco cucharadas de azúcar esperando que engordara. Yo miraba a mis primos con sus bracitos regordetes, sus piernas torneadas, mis primas con la cola redonda de nena perfecta, y me sentía tan torpe, tan fuera de lugar, como cuando me paraba al lado de cualquiera de ellos y el más alto me llegaba al hombro. Mis primos eran grupos de hermanos como un juego de dados: cinco varones, tres nenas y un varón, dos nenas y un varón. Ninguno tenía a sus padres divorciados, ni era hijo único . Salvo una prima regordeta y ultra tímida, Alejandra, que a partir de los catorce se convirtió de una vez y para siempre, con sus amigas de su colegio americano top, en una de las cuatro chicas Sex and the City, sólo que veinte años antes de que existieran, siempre fue una pionera. Pero en esa época, cuando éramos nenas, aunque yo me divertía mucho con ella, no parecía que funcionara igual a la inversa. A mí me parecía genial hacerle cosquillas, y ella se lo tomaba como una ofensa personal, al lado de ella, mi problema con mi cuerpo era un chiste. Pero lo raro es que desde siempre me sentí más en un lugar de igualdad frente a mis primas del lado paterno, aunque en mi casa (o sea, donde vivían abuelos, tíos abuelos, mi padrino y mi madre) a mi padre lo llamaban el microbio y el inútil, mierda revenida y sorete mal cagado, y el mayor insulto que me podían hacer era decirme ¨sos igual a tu padre¨ -eso siempre corrió por cuenta de mi tía abuela, alias la yegua, como la llamaba mi madre (que era su ahijada). Desde chiquita viví en medio de la balacera de odio y amor de mi familia italiana-.
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jueves, 28 de mayo de 2015
El apellido
No se escucha más que los cascos del
alazán que monta el niño, perfectamente vestido de fiesta dominguera con
pañuelo, sombrero con cinta, bombachas con cinturón de monedas, botas de
gaucho, y un rebenque en la mano derecha.
Es Toribio el que lo entrena en la prueba de riendas, firme,
exigente. Es como una clase en la
escuela de choferes, pero arriba de un
caballo, hay que ir sorteando obstáculos
-¡Esquivalo, esquivalo, lo más importante
es esquivarlo!
Silencio,
el bosque de fondo hace de pared para tapar el brillo del sol. El niño hace el recorrido, esquiva, siempre
derecho, elegante, fuerte y seguro en su metro treinta. Anda a caballo desde
que era bebé, no caminaba y Papá ya lo subía a un petiso tubiano muy manso.
Para que se críe bien macho, bien de
afuera, gaucho de sociedad rural,
oligarca testimonial, señor de las tierras que ya no le van a pertenecer porque el abuelo
vendió la estancia a unos porteños justo antes de que el Banco se la rematara.
Ahora Toribio sólo tiene la sangre oligarca, pero no
la tierra. Es administrador de los Jauregui,
que tienen campos en Artigas, en Tacuarembó, en Durazno. Toribio siempre tan orgulloso y altanero,
obedece con delicadeza a su patrón, Don
Jauregui. Presidente de la Sociedad
Rural de Cerro Largo, padrino de la Patria Gaucha. Eso quería Toribio cuando
era chico, desfilar con el poncho patrio y la vincha blanca, como Aparicio Saravia. Pero no, a su
padre no le interesaba ni el folklore ni los festivales tradicionales, la tradición era algo para
dejar atrás, prefería estudiar catálogos de cosechadoras nuevas, compró un
teodolito para mejorar la siembra, se
metió como dirigente de la Cooperativa de Productores Agrícolas de Salto,
siempre votó al Frente Amplio pero nunca le interesó demasiado la política.
Este
es el turno de criar hijos para Toribio: ahora se puede desquitar. La esposa de
Toribio viste al niño de gaucho para ir a pasear a la Rural, y a la bebita también. Toribio se compra
caballos purasangre con la plata que ahorra viviendo en la estancia de Jauregui.
Le gusta cantar Aparicio Aparicio/te estoy buscando/donde estás General/de
poncho blanco, cuando hace la recorrida
por el campo para ver a los animales.
El niño va a desfilar vestido de Artigas
en la Fiesta de la Patria Gaucha. Eso no
es pa cualquier culo roto de la ciudad. Toribio puede mostrar todo su desprecio
por la vida de Montevideo, esos ómnibus llenos de gente apretada, que no sabe andar
a caballo, esos que le tienen miedo a
una falsa crucera, que no saben carnear una vaca. Pero sobre todo, no tienen
idea de lo que se siente al mirar hasta el horizonte desde abajo del alero de
la estancia, y saber que toda esa tierra alrededor es tuya, de tus hermanos y
tu padre, como antes fue de tu abuelo, y de tu bisabuelo, que la heredó del viejo
Garzón que en realidad llegó medio muerto de hambre de las Islas Canarias y se instaló en la zona
nomás.
Ese es el desprecio profundo que le brota
más que nunca, porque ahora él observa
hasta el horizonte desde la Casa del Administrador, y ve la tierra de
Jauregui. Entonces hay que aferrarse a
la tradición, a lo que los otros no tienen. Eso es lo que le quiere dejar al
niño, que va absorbiendo los gestos, la actitud de superioridad. Hay que cuidar
cada detalle para crear un perfecto noble ganadero sin estancia.
-¡Perfecto, perfecto, perfecto, perfecto!
El jinete escolar revolea el lazo
mientras esquiva tanques de agua vacíos, al galope, con elegancia y estilo, y completa
la prueba con la seguridad de saber que está haciendo lo que Papá quiere, con
la tranquilidad de haber heredado el
poder mágico, esa cualidad única que
tiene por ser un Garzón. Eso que él ya sabe porque cuando dice su
apellido en la escuela, las maestras lo reconocen, la directora ha sido
compañera de colegio de sus tíos, sabe quiénes son sus abuelos, es una familia
muy grande, lástima que casi todos han perdido las estancias. Toribio tiene hermanos que se fueron a Miami, donde el
apellido Garzón no le dice nada a nadie, cuando lo pronuncian allá en sus
trabajos mediocres, no se pueden olvidar del aura brillante que los rodeaba
cuando vivían en su ciudad natal. El apellido era algo muy valioso. Ahora, en
boca de los gringos se derrite, se desfigura como un sorete pisoteado.
********
Toribio sale temprano a hacer la
recorrida por el campo, un rato después del amanecer, después de tomar unos
mates sentado con las piernas abiertas, en alpargatas, inclinado hacia
delante, repitiendo hasta el infinito la
herencia de cada gesto de su padre y de su abuelo. Trata a los peones con la
mezcla justa de respeto, distancia, aprobación y superioridad. Conoce el mundo del galpón, allá adentro él aprendió cómo funcionaba el mundo, cuando era chico, observando al capataz de la
estancia, sus movimientos, sus gestos y palabras, incluyendo sus primeros conocimientos sobre el
sexo, gracias a las revistas porno, las
diapositivas con fotos a color de mujeres abiertas de piernas, y también por los ruidos sofocados y los
olores y los movimientos confusos que espiaba a través de la cerradura del
cuarto de las limpiadoras a la hora de la siesta, cuando los peones las iban a visitar. Así
nacían bebes a lo loco en la estancia, y los peones y las limpiadoras iban
pasando, pero siempre quedaba Ernesto, el capataz, que lo trataba con respeto
de señor, autoridad de padre, y complicidad de tío. Fue él quien lo bautizó Tobito,
cuando apenas sabía hablar. En su jergón
de lana de oveja desayunaba mate con
asado y lo acompañaba al campo donde aprendió a andar en pelo y al galope
agarrado de las crines nomás o parado sobre los pingos, a hacer pruebas de
riendas, a bailar en las peñas con la música de los Iracundos. Y un día Ernesto se casó y se fue a España, a
vivir con su mujer que era enfermera. Nunca más anduvo a caballo, se convirtió
en albañil. Un traidor.
martes, 5 de agosto de 2014
La lista
Una de las obsesiones de mi vida al principio de los noventa eran los noviazgos largos: a los veintidós mi relación más larga había durado seis meses, en cambio algunas de mis amigas tenían novios desde hacía cuatro, seis años. A medida que pasaba el tiempo, esos números iban creciendo. En cambio, el número que crecía en mi lista era la cantidad de tipos que pasaban por mi vida. No era una cifra de la que me sintiera orgullosa, pero la lista borrosa de los besos de sábados a la noche llegó a sumar varias decenas, por lo menos.
La otra lista, la de los que llegaron hasta el final del juego, hasta la posta, era bastante más acotada. Apenas pasó la decena. Y aún así era mucho, comparada con mis amigas que se casaron con el primer novio. Era como si yo me hubiera quedado con el primero, el que me dejó por la novia anterior y volvió, y volvió a irse, y luego quiso volver otra vez, el que estrenó la lista de traiciones me agarró con el orgullo y la dignidad intacta, así que jamás lo perdoné, y no sólo eso, a la tercera reaparición, yo ya vivía sola, estaba en la facultad, y él me llamaba todas las noches. Eso duró unos tres meses, y lo traté mal, con saña y placer, y él se dejaba tratar mal, a ver si compensaba. Pero se ve que le gustaba el drama. La única vez que me encontré con él, andaba por su tercer divorcio.
Ese fue el principio de todo, así se había empezado a esculpir mi tabla rasa del amor. Después del primero, durante un tiempo no me enamoré de nadie. Me estaba recuperando. Bueno, sí, me enamoré un poquito. Fue cuando estuve en Estados Unidos como estudiante de intercambio: era un compañero de la clase de teatro. Capitán del equipo de natación. Alto, rubio, risa fresca. Usaba lentes, era amable y dulce, muy considerado. Una vez me invitó a salir. Se quedaba callado y yo dejaba el silencio libre de mis palabras a ver si pasaba algo, pero nada. A pesar de mi ingenuidad yo sospechaba que era gay, pero a esa edad todas las comprobaciones estaban lejos del alcance de la mano. Ahora, con facebook, lo comprobé apenas nos conectamos. No tuve que hacer mucho esfuerzo, fue lo primero que me contó, además de la foto de perfil con su novio que ya lo dejaba claro. Por suerte no sufrí por él, más bien estuve en un estado de curiosidad permanente, era una ilusión a la que aferrarme. Después, volví a Montevideo y no había nadie que me interesara. Entonces mi grupo de referencia eran los estudiantes de intercambio. Y por ahí, en algún grupo impredecible de una noche, conocí al amigo del amigo de un amigo. Un brasileño que fue mi primer brasileño, que me enseñó el gusto por un buen morocho de pecho fuerte, labios gruesos, ojos oscuros, pestañas espesas. Todos los que me crucé después, fueron la repetición del brasileño. La primera madrugada a la luz de un candelabro, botella de vino, perdiendo la vergüenza al placer porque sí, sin haber tenido tiempo ni de ponerme nerviosa, pero sin pasar la gran barrera. La sorpresa como nunca antes, del triunfo por encima de mis expectativas: esa noche más temprano, cuando lo descubrí en la fiesta pensé, está demasiado bueno, no me va a dar bola. Por supuesto que la cosa no terminó ahí para mí, demoré años en entender la diferencia entre amor y calentura. Durante meses seguí pensando en el brasileño. Una vez, le mandé una carta con unos marineros vestidos de blanco que conocí en la Plaza del Entrevero, sentada al sol, a mediodía, frente al monumento. Yo me podía poner a charlar con cualquiera, en cualquier lugar, contarle mi vida, hacerme amiga en diez minutos. Pasé años pensando en si esos tipos habrían puesto la carta en el correo de Río de Janeiro, para donde zarpaban al otro día. La conversación empezó porque yo venía del correo, no había podido enviar la carta y les habré contado de mi enamorado. Me parece que había huelga, en la época en que el correo todavía era vital, y se tiraban meses de paro a cada rato. Los marineron me ofrecieron enviar la carta desde Brasil, pero munca recibí una carta del brasileño.
Pero vuelvo a la casa donde estuvimos esa noche, una casa antigua con pisos crujientes, ventana de madera y vidrios a cuadros, el balcón con columnas de cemento torneadas. Durante meses pasaba por esa esquina y me quedaba mirando para arriba, el sol brillando en la ventana entre las ramas de plátanos repletas de hojas, o los postigos de madera cerrados, que no me dejaban verla. Otra tanda de meses estaqueada en un único momento del pasado. Así entré a la facultad. En pocas semanas, por una continuidad tiempo-espacio de la solidaridad no muy bien definida, pasé de las misas del domingo en el colegio salesiano a las reuniones de la federación de estudiantes universitarios, y de ahí a las marchas, y a descubrir que la militancia y el ligue iban de la mano. Apareció otro morocho, al principio me pareció divino, le decían el Curro, por el Curro Jiménez, una especie de Zorro la teve española con patillas. Era uno de los clásicos estudiantes eternos, llevaba años en la facultad pero no había avanzado mucho. Militaba pero no trabajaba, vivía con la mamá, creía que los científicos en realidad no hacían nada útil, a pesar de que estudiaba ciencias biológicas. Aparecía por mi apartamento todos los días, se quedaba por horas. Cada día que lo veía me gustaba menos y me aburría más, pero igual le dí una oportunidad: al primer beso, el resultado blando, cuidadoso, medio maricón, me puso en alerta. Yo conocía esa sensación aunque no la había vivido antes: mi madre siempre se ocupó de contarme cómo espantaba a los tipos que la querían vivir, tuve buen ejemplo al menos en algo. El Curro fue el primero, después hubo un par más pero nunca dejé que ningún tipo se instalara en mi casa.
Siempre viví en la burbuja de soledad de hija única, a pesar de que tenía muchas amigas. La paleta de amistades mutó instantáneamente cuando entré a la facultad. Mantuve a las del colegio de curas, pero el cambio de paradigma hacía difícil sostener las teorías contrapuestas. Hasta ahí la idea estaba clara para casi todo el mundo que me rodeaba: no había que tener sexo hasta casarse, o al menos, hasta tener un novio serio durante un tiempo suficiente como para estar segura de que lo querías o posiblemente, de que te ibas a casar. La religión nos mantuvo tan dentro de la raya en el colegio, que me llevó un buen tiempo acomodarme a la libertad de la mayoría de edad.
Con mis nuevas amigas de la facultad, yo quedaba en un lugar diferente, era la ingenua, la que no había llegado, la que tenía que aprender todo. Se me sumaba una insuficiencia más a las que ya acumulaba, la familia disfuncional, los padres ausentes, la falta de hermanos, la soledad consecuencia de vivir sola como remedio, la inseguridad sobre la carrera que estaba estudiando, sin hablar de las otras inseguridades, todavía me molestaba mi altura excesiva, las piernas huesudas, yo sentía que me faltaba todo lo que las demás tenían o daban por hecho.
Era el momento de empezar a sumar. La lista de los besos de sábado a la noche empezó a crecer. De vez en cuando, alguno caía en el tamizador, alguno que parecía que me quedaba bien, como el estudiante de Agronomía de Carrasco que buscaba una buena chica católica para casarse, pero que antes se fue con una beca a Canadá. Otros, se veía a la legua que no eran lo que yo necesitaba, pero igual me tiraba de cabeza, como con el estudiante de Ciencias Económicas, al que le daba clases de inglés en un instituto donde pagaban una miseria, y terminamos en su auto, haciendo experiencia en bajar la cabeza debajo del volante. Tampoco era eso lo que necesitaba. Por ahí seguían flotando historias viejas, de esas que ya eran imposibles de concretar, como el compañero de colegio que me abrazaba en los cumpleaños para la foto familiar, donde la amistad y la duda dejaban el resto para nunca, o el amigo del amigo con el que salimos en una cita de cuatro, justo cuando no estaba esperando nada, y estaba buenísimo y era muy divertido, pero luego resultó que tenía novia allá en Artigas, como todos los estudiantes del interior. Las cosas no encajaban, siempre faltaban cinco para el peso. Parecía que no llegaba más, eso que yo estaba esperando.
jueves, 5 de junio de 2014
la casa de los hippies
Entre la lista de visitas ineludibles del verano, figura el pueblito donde nos conocimos con Gerardo hace diecisiete años, en mi siempre mencionada etapa hippie, que terminó abruptamente cuando mi vida se pobló con dos hijos chiquitos y nos tocaron varios veranos lluviosos en el rancho de veraneo sin agua y sin luz, rodeado de pantano inundado. Cosas de la vida, una gran amiga de aquella época, recién empezó a ir a este lugar cuando yo dejé de ir, porque entonces le prestábamos a ella y su marido la cabaña. Justo cuando yo empecé a odiarlo, ella empezó a amarlo. Y un par de años después se compraron un ranchito a medias con otra pareja, y desde entonces son felices, ellos nunca salieron de la etapa que se puede considerar un estado estable, la cosa de vivir en campamento permanente de colchones en el piso, convivencia multifamiliar con fondo común para cocinar arroz, polenta, y placidez hippie. No sólo les alcanza con un solo baño (chiquitito) a las dos familias, sino que además les sobre el ánimo para invitar amigos y parientes a instalar carpas en el terreno alrededor de la casa que aún está sin terminar de refaccionar.
Así que como siempre, cuando llegamos de visita, hay un grupo de gente que desconozco, sentada alrededor de la mesa, que está bastante atrapada abajo de una cina-cina que da sombra. El terreno es más grande de lo que parece, pero está repleto de monte natural, que no piensan podar para mantener el estado vírgen de la tierra, así que el espacio realmente libre en el jardín es muy poco.
Me comentan que los que están almorzando hoy, son los vecinos de la casa de atrás, con los que también hacen fondo común para las comidas, porque son amigos de verano. A pesar de la repetición de los años, todavía sigo dudando si admirar o abominar del espíritu abierto de mis amigos, y practico mi cara de poker anual, viendo que todo sigue exactamente como estaba el verano pasado, que nadie se cansó ni una gota del estilo de vida, y me voy sintiendo pesada y vieja, y decrépita de burguesa, chiquitita tratando de ocultar mi camioneta grande, y disimulada para no describir demasiado la casa que alquilamos este verano, o menos, la que estamos construyendo para el verano próximo. Pero hay algo obvio, si yo no soy transparente, ella tampoco, ya no es posible que nos comuniquemos como antes. No se trata de hipocresía, más bien es un intento desesperado por encontrarnos en territorio común, encuentre las similitudes. Noto que ella habla de corrido, como sin pararse a descansar, creo que ella también tiene que hacer un esfuerzo para juntar mi imagen actual con la de la flaca de la facultad, la de los eternos pantalones con arabescos, el enterito de jean y las remeras cortadas a tijeretazos. Qué pasará por detrás de sus palabras, ¿cuál es el texto subliminal de nuestra charla? Por lo menos, ya no me dice que estoy divina cada vez que me ve, como contrapunto a que estoy fuera del sistema, es que ya no es sostenible. Esa era una punta de la madeja, estás divina, es decir, te vestís bien y se luce, y te lo juro que te lo digo sin mala onda, de corazón. Y no, ya no queda nada bueno que decir tampoco sobre mi cuerpo: la pancita que quedó instalada después del cuarto hijo me pone más en el lugar de la flaca heladera deforme que en el de la divina, me ponga lo que me ponga. No hay terrenos firmes para nuestra charla, lugares que podamos pisar cómodas las dos, salvo los hijos. Y es que aunque sea una de las amigas que más he admirado en mi vida, tiene esa certeza de superioridad que le brota, que no puede evitar aunque sea una de las personas más buenas o ecuánimes que conozco. Es que es un hecho cierto, estoy tan abajo académicamente, profesionalmente, con respecto a mis ex condiscípulos, que es muy incómodo de manejar, para cualquiera. No se la puede culpar a ella, es el resultado de mis acciones, de mis elecciones de madre burguesa. Elegí quedarme con mis hijos. Además, por si caben dudas, la vida académica se me hizo difícil en muchos aspectos: causa, consecuencia. No quise, no pude, las dos caras de mi personalidad, por eso no la puedo culpar a ella por lo que ve. Es la gran victoria de los intelectuales hippies, saberse por encima del resto del mundo, con humildad. El conocimiento es la piedra filosofal. Nada material está por encima de ese tesoro. Lo sé porque alguna vez estuve ahí. Por eso me pesa tanto ser la madre burguesa que no trabaja, con una casa grande y un auto grande, que no compré yo, aunque parí cuatro hijos, mientras que mi marido hacía su camino en el mundo de los negocios hightech. En cambio ellos, mis amigos hippies, están en un pedestal, siguen sin necesitar comodidades, o un baño propio, o una casa para una sola familia. No, les alcanza con la superioridad moral que emana de su lugar en el mundo, de la investigación, de la universidad. Y seguro si yo le digo todo esto me va a decir que no, que estoy loca, y ella no está en ningún pedestal, como tampoco me diría que vive en comunidad hippie, no porque no le alcanza para pagarse unas vacaciones propias, sino porque realmente está eligiendo una opción de vida. ¿Más para admirar?. Será que yo perdí la capacidad de comunión (¿a mediano plazo, como unas vacaciones completas?) con alguien que no sea mi propia familia nuclear. O será que yo apenas logro transcurrir la vida diaria con mi marido y mis hijos, que me llenan y me completan y me agotan todos los huecos mentales y sentimentales. No me queda mucho espacio para compartir la casa, la cocina, el baño.
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