lunes, 21 de junio de 2010

la novia de la noche más helada


Tengo la nariz congelada. Ni hablar de mis pies en estos zapatos azules tan italianos y tan poco apropiados para una noche de junio. Me da igual que mi vestido largo strech ya esté un poco estirado de más. Me acuerdo del casamiento de Lucía. Qué bien me quedaba. Los botones con perlitas azules en la espalda, la panza chata. Ahora todo está más flojo, y no sólo es el vestido. El frío que traspasa las medias de nylon no es ninguna novedad. Aunque ya hace décadas que no salgo a bailar, sigo odiando el frío de las madrugadas de invierno. Me da igual el estado del vestido, apenas me peiné y casi no me pinté. El tapado gris de mi madre no tiene nada de gracia pero al menos me llega hasta los tobillos. Todavía no llegamos al salón de fiestas y ya estoy soñando con estar en mi cama, calentita. Al menos pude salir rápido de la iglesia. Fue como pasarse una hora adentro del freezer. La calefacción del auto apenas me empieza a calentar los pies y por suerte falta para llegar a Carrasco. Encima la fiesta es frente al mar, no quiero pensar en el momento en que tenga que bajarme en plena rambla. Espero no tener que saludar a los novios. Ese tipo es una caricatura de hombre. Yo entiendo que mi cuñada ya estaba grande, y deseaba casarse más que nada en el mundo. Pero ¿realmente necesitaba casarse con esa marioneta?. Confío que es su estrategia para por fin poder divorciarse y salir a festejar como hacen sus amigas.
De a poco logro calentarme las manos. Bostezo.
-No te apures, le digo a Julián.
Me levanta algo el ánimo pensar en un champán con canapés, pero preveo la mesa de familia política donde nos sentaremos y los invitados cercanos a la jubilación que me voy a encontrar en la fiesta y cambio de opinión otra vez. Empiezo a planear la retirada oculta. Vuelvo a bostezar y la sola idea de aguantar un parlante de un metro de alto explotando en mis costillas al ritmo de Miranda, me termina de convencer.
Ya se ven las luces del club allá adelante, y todavía hay algunos taxis en la puerta. Es ahora o nunca. Dejo que Julián camine adelante con sus zancadas de siempre, es una ventaja que mi taco corrido no me deje saltar las piedras con tanta velocidad. Disimuladamente me voy desviando hacia un taxi que está a punto de volverse al centro. Le hago la seña y me meto en el asiento trasero, apretándome el tapado contra el cuerpo. Listo.
Mientras el auto arranca y pasa por la entrada del club, puedo ver la expresión pasmada de Julián, lo saludo con la mano sin abrir la ventana.

domingo, 6 de junio de 2010

Después de la noche




De a poco empiezo a sentir el silencio nuevamente, después de horas de sonidos superpuestos, todos altos, la música, las voces, las carcajadas. La cantidad de luces prendidas en la casa me apabulla, voy contando mientras apago, dos, cuatro, seis, ocho, doce. Cansada pero en paz, observo la situación y mido hasta dónde voy a ordenar esta noche. Los restos de vino en las copas son el espejo del éxito moderado de la noche. Nos tomamos tres botellas entre seis. La chimenea con unas brasas rojas que le dieron el calor adecuado a la reunión cuando ardían en un fuego hermoso. Algunas esquinas de empanaditas de copetín sin terminar. Mi repulgue tiene un nivel escolar, pero hace poco me dio por el asunto casero. Cuando las armamos entre Gabriela, Ana y yo, nos reímos bastante. Las mujeres siempre tomamos confianza más rápido. Nos seguimos haciendo amigas casi como en la escuela, durante un rato, si coincidimos en una vibración misteriosa de nuestros pensamientos y ánimos. Los hombres charlan, se ríen. Hacen un careo entre sus laburos, en qué está uno, en qué está el otro. Pero a mí siempre me parece que Gastón en el fondo no se divierte. Que no le encuentra sentido a la cosa social. Con los años llegamos a un intermedio. Él se volvió más sociable y yo me fui aislando un poco de las masas reunidas. Ya no me interesa hacer una reunión para veinte. Cuatro, seis, es un buen número. No quedó ni una pizca de choricitos o morcillas, o queso, o aceitunas. Como siempre, la picadita es la mejor parte, cuando parece que todo va a ser genial dentro de un rato. No estuvo tan mal, para ser la primera vez que venían a casa. La categoría amigos nuevos me suena a algo imposible. Amigos son los viejos. Los que ya no veo más que un día, una vez al año, y apenas tengo tiempo de saber algo de sus vidas. Sin embargo a los nuevos, a los que me cruzo todos los días, me cuesta admitirlos en la categoría superior. Este fue un buen intento. Lleno de esfuerzo y entusiasmo. Pasamos por la política como quien riega los malvones con la manguera. No nos detuvimos en ningún tema en profundidad. La sociabilidad finamente gasificada. Consumimos un buen momento, medido con diapasón. No quedaron espacios en blanco, que hubieran sido verdaderos charcos de fracaso. Los helados en cucurucho fueron un éxito cantado, aunque los nenes me dejaron el piso lleno de manchas pegajosas. Los niños que iban y venían del living a la computadora llevando papas fritas ocupaban los momentos en que la conversación enflaquecía. Los hijos siempre dan tema para charlar pero para tener una noche saludable era necesario no quedarse estancados hablando siempre de lo mismo. Por eso, todavía era temprano y andaba circulando el mate cuando nos dimos permiso de hablar de Mariana y de Elena, dos imbéciles, una que no tiene límites: ahora la hizo vegetariana a la nena. Y la otra que dice que el hijo le salió burro como ella. Al menos es honesta. Ya barrí y saqué el mantel, dejo los platos en remojo hasta mañana. Escucho ese silbido como de televisor prendido en mi cabeza. Todo está quieto. No necesito hablar o sonreír por varias horas y me puedo ir a la cama a terminar mi libro. Bueno, si Gastón me deja.