sábado, 18 de diciembre de 2010

Staff meeting

Como siempre le sucedía más o menos a fin de octubre, cuando la primavera estaba en su punto medio, después de esa tarde de reunión con Luis, Rosana empezó a encontrarle algo interesante, indescriptible, a sus ojos brillantes, a los cachetes de niño y a sus brazos flacos. Era una decisión casi premeditada. Era el momento de olvidarse de Eduardo. Ya lo había intentado antes, al menos una vez. El resultado había sido transitorio. Es decir, durante un par de meses salió con aquel Fernando, profesor de historia y jugador de fútbol frustrado, una combinación rara que daba como resultado un buen cuerpo con la cabeza de un intelectual, casi perfecto. Si no hubiera sido porque los porros lo dejaban a veces sin fuerzas en medio de un polvo. Y que le salía el nerd de vez en cuando, y no podía dejar de hablar de lo horrible que había sido su mamá, quizás lo hubiera intentado un par de meses más. Pero ahora estaba en un nuevo intento de olvidar, y de pasar a una historia fresca. Luis tenía algo de frágil, de pajarito herido. Daba ganas de cobijarlo bajo las alas, o más bien de apretárselo entre las tetas. Las horas que compartían por semana no eran más que un par, en las reuniones de staff, pero todos los días tenían excusas para escribirse mails. Rosana arrancaba, y Luis contestaba con gracia y con algo de ternura, siempre. Quizás la ternura estaba solo en esos finales de ¨beso grande¨ o ¨muchos besos¨ a los que Eduardo la tuvo tan desacostumbrada durante todos esos años de ir, venir, desaparecer y reaparecer. Pero por otro lado, tanta ternura parecía exageradamente inocente. Le dejaba la duda de si de verdad quería decirle que le mandaba besos o si no era más que la costumbre que ese chico tenía de ser un tierno con sus hermanas y su mamá. ¿Y si todo era educación y amabilidad y no había nada de tensión real atrás de esos intercambios electrónicos?.
Pasó un par de días pensando si él se animaría a invitarla a tomar una cerveza después del trabajo alguna vez. No era fácil, no coincidían físicamente en ningún lado, salvo en la reunión de los martes. De hecho, esas reuniones habían empezado a fin del otoño, y durante todo el invierno, a Rosana no se le pasó por la cabeza mirar a Luis más de dos segundos de corrido. Pero la primavera siempre le despertaba pasiones imperceptibles que hacía leudar a pura fantasía. Así durante unas cuantas semanas. Pero Rosana tenía poca paciencia, y las señales de Luis se hacían cada vez menos claras. Pero todo se aclaró, como siempre. Hasta esa tarde de fin de noviembre, cuando el chico así sin querer comentó que su novia se estaba mudando y la tenía que ayudar, Rosana no había tenido en cuenta esa posibilidad tan obvia, tan evidente. De pronto se sintió liviana, pero encandilada, como si le hubieran puesto una linterna directo a los ojos. Durante un par de noches, se despertaba para ir al baño y escuchaba la voz de Luis diciendo ¨porque mi novia...¨. Le dolía alguna esquina del pecho, como si se le hubiera quedado pegado un alfiler al soutien. Después, de a poco, se le fue pasando, como si hubiera tomado un calmante para el dolor de muelas. Ya estaba grande para seguir cayendo en la misma trampa de siempre. Sin querer, o por costumbre, de a poco se le volvían a colar algunas imágenes perdidas de Eduardo, siempre las mismas, repetidas. Pero más tenues, más apagadas. Ya estaba empezando Diciembre y la luz del atardecer interminable le subía el ánimo cuando salía del trabajo. En vez de esperar el colectivo, se iba caminando desde el centro hasta su departamento, mientras quedaba luz natural. Para cuando llegaba a su casa, la noche la envolvía sutilmente pero ni se notaba, la calle estallaba de luces, y los negocios seguían abiertos, con las vidrieras llenas de arbolitos de navidad. La ciudad la consolaba cuando se ponía triste en verano.


lunes, 29 de noviembre de 2010

Tres mapas




Hace más de cinco años que Ana Luisa no trabaja en la empresa, pero se sigue encontrando a Darío en los lugares más increíbles,y en los más cotidianos. Está de vacaciones en Punta del Este, va al supermercado, se lo encuentra eligiendo lechugas con su mujer. Está llegando tarde a su clase de body combat en el club, y ahí está él, corriendo en la cinta. Sale de su casa en auto y lo ve estacionando el suyo en la misma cuadra de casas de tejas y jardines, para llevar a los hijos al colegio. Va apurada a la farmacia con su hijo en el cochecito y se lo encuentra subiéndose a su auto, que ya es un modelo nuevo. Los colegios de sus hijos están uno enfrente al otro. La empresa se mudó de enfrente al club y ahora queda a seis cuadras de la casa de Ana Luz. Por eso ella evita el Mac Donald´s que está a una cuadra de ahí: se lo encontró una vez en la cola para una Big Mac, y en una estación de servicio rumbo al centro: ella entraba, él salía. Recuerda que él la entrevistó, la primera vez, cuando no la tomaron. La segunda vez que la llamaron, la entrevistó la gordita de RRHH y la contrató. Darío siempre le pareció medio pecho frío. A pesar de los ojos claros y los musculitos, nunca le gustó, le faltaba algo, quizás porque era el hijo del dueño y podía hacer lo que quería.


Fernando sale de su casa todos los días a la misma hora. En el mapa, su barrio se ve como un cículo con calles radiadas que salen desde un centro que es un complejo de monoblocks bajitos, viejos y sucios. EL vive en un duplex nuevo y lindo. Los que no conocen la zona se pierden siempre para llegar. Lleva a su hijo en el auto al jardín que está unas 10 cuadras de ahí. Después toma la avenida, una avenida que no tiene veredas, no tiene semáforos, no tiene cantero central. La calle está como bombardeada por los pozos hasta llegar a la autopista. Sube y hace un tramo corto, para eso se mudó cerca del Instituto, para no tener que viajar una hora todos los días. Sale en la segunda bajada, a una calle asfaltada pero ruinosa, a los costados hay campo. Un campo triste, de yuyos y pastizales, cables de alta tensión, alguna casa. Pero básicamente no hay nada hasta la entrada del predio. Se baja del auto en el descampado convertido en estacionamiento, que también está vacío. Entra por una puerta lateral, chiquita, rumbo a su oficina. Prende la computadora y se va derecho a la máquina de café. Recién ahí se encuentra con gente, esos compañeros de trabajo que conoce hace casi dos décadas, que saben muchas cosas de él pero sin embargo, en el fondo no los considera sus amigos. Saluda, conversa unos minutos, más bien escucha a los que hablan. Se lleva su café a la oficina y cierra la puerta. Sabe que pronto van a llegar los demás, que el silencio le va a durar poco. Recuerda la universidad de Heidelberg donde pasó dos años. Podía estar el día entero sin hablar con nadie. Además, nunca les entendió bien a los alemanes, algo que no le molestaba para nada.


A Darío nunca le importó tanto la empresa como a su padre. Por eso lo convenció de venderla a la multinacional, para convertirse en una sucursal más. Nunca entendió el orgullo de ser parte de una empresa familiar del que tanto hablaban los empleados. Con lo que les pagaron, su padre se jubiló, y decidió dedicarse al arte que siempre postergó. El se compró una casa en un country, aunque al poco tiempo ya no soportaba los viajes interminables y los embotellamientos diarios y se mudó con su familia a un departamento enorme, con parque y pileta, cerca de la empresa. La perspectiva de pasar el resto de su vida haciendo más o menos lo mismo lo asustaba un poco. Más bien lo deprimía, pero era incapaz de confesárselo a su mujer o a su padre. La empresa lo asfixiaba. No soportaba estar encerrado frente a un escritorio. Por eso mudó las oficinas a un edificio nuevo con vista al río, para que sus jornadas se hicieran más soportables.
De a poco fue delegando funciones en la gerenta general, así él podía manejar las reuniones afuera para concretar nuevos negocios, además de tener tiempo de ir a correr, o buscar a los chicos a la salida del colegio. Cualquier excusa le servía para no pasar el día entero ahí adentro.
Actualmente no está más de dos o tres días por semana en la oficina. Elige hacer él los viajes a los meetings y presentaciones siempre que puede, es lo único que no delega. Siempre se toma un día libre antes de volver. Por algo es el vicepresidente de la compañía. Ya no ve mucho a sus amigos. Aquellos de la época de la facultad, tienen una vida tan distinta a la de él que lo hacen sentir incómodo. En el country en cambio, juega al tenis con otros CEOs, sin profundizar demasiado en temas laborales ni personales. Evita todo lo que puede las preguntas de su padre sobre cómo marcha la empresa. Redondea respuestas difusas, esparce siglas en inglés para procedimientos que antes tenían nombres mucho más sencillos en español. De los viejos empleados quedan unos pocos. Los demás se han ido. El recambio es saludable, le explica Darío a su padre. Don Antonio era temido y respetado por todos. Darío sabe que a él no lo respetan demasiado, y es lo que más trata de ocultar. Es el puñal clavado que lleva escondido.

Fernando y Darío están sentados en diferentes mesas del mismo restaurant frente al puerto. Para Fernando es un día fuera de lo común, hace de anfitrión de un profesor invitado que vino a dar un seminario. Darío almuerza ahí seguido, a veces solo, y otras veces, con gente de negocios.
Cruzan algunas miradas como dudando si se conocen, saben que se han visto en otros lugares, varias veces. No encuentran el registro de datos. Les falta información. Se quedan con la duda. Cada uno vuelve a lo suyo, uno a su comida silenciosa, el otro a la charla forzada en inglés.

Ana Luisa no se ha vuelto a encontrar con Fernando desde que se separaron. Ya no viven en el mismo barrio, las calles por las que caminan no son las mismas. Andan en autos distintos a los que tenían hace cinco años, por autopistas opuestas, en horarios cruzados. Cargan nafta en estaciones de servicio distintas. No van a los mismos cines, salen a comer afuera en días distintos, a horas distintas, en restaurantes diferentes. Van de vacaciones a balnearios alejados, ella en enero, él en febrero, generalmente. Tienen algunos amigos en común pero no los ven nunca, y si los ven, ninguno tiene nada para contarle a Ana de Fernando, ni a Fernando de Ana. No los nombran, como si nunca hubieran existido. O si los nombran, es dentro de una frase que no agrega ninguna información nueva a lo que ya sabían. El tiempo se quedó atascado ahí, ellos se movieron en el espacio. Ahora viven en la misma ciudad pero sus mapas son completamente distintos.
























sábado, 13 de noviembre de 2010

En la multitud



Desde que me enteré de esa conferencia pensé que era posible que lo encontrara a él ahí, aunque también era cierto que ese tipo de excusas que inventa la industria para exhibir las últimas versiones de sus secuenciadores automáticos, espectrómetros de masas y termocicladores, a él le dan igual, porque está por encima de todo, siempre tiene más información que el resto, la marca de su paso por un laboratorio all star de Estados Unidos se le sigue notando aunque ya hayan pasado un par de años. Al principio parecía que no había cambiado, pero de a poco se le empezó a notar el ego inflado, cuando los jefes empezaron a adularlo, y los otros posdocs, a envidiarlo. Esa fue la época en que dejé de verlo.

Así que fui esa mañana, convenciéndome a mí misma de que la razón principal era actualizarme en temas que ya están fuera de mi área de trabajo. Jurándome que si lo veía o no lo veía, no cambiaba nada. Llegué en hora, me senté en una fila discreta de la mitad al fondo, pero todavía las charlas no empezaban. Mientras la sala se iba llenando de a poco, yo me entretenía en observar las espaldas de los que iban entrando, las nucas, la parte de atrás de los trajes, los jeans con mochilas, y así iba eligiendo como en un ta te ti, ciencia, industria, ciencia, de dónde venía cada uno.
Después de unos quince minutos arrancó la presentación, agradecimiento a los sponsors, y la primera conferencia. Interesante, sorprendente, algo difusa por momentos, después la descripción se fue haciendo cada vez más compleja y ya con algún detalle que se me había olvidado, más la falta que me estaba haciendo un café a esa hora de la mañana, empecé a perderme
en el relato, mientras me distraía encontrando conocidos entre las espaldas que tenía adelante mío. De pronto dí con una de proporciones familiares. Si, una espalda ancha, cuadrada y un poco encorvada, el pelo negro y corto, algo canoso, las patillas de los lentes que mi vista miope podía intuir a esa distancia. La forma de la cabeza coincidía, algunos movimientos tan típicos de él, la forma en que doblaba la cabeza hacia un lado y hacia el otro, como para sacarse una contractura pendiente, esos detalles sumaban puntos. Algunos otros me dejaban en duda, la camisa blanca, no era imposible pero no era su look habitual, ¿o quizás ahora sí, que tenía otro status?. Algo de la silueta de su nariz, la barbilla, me dejaba una cierta intriga. ¿Sería él? tenía casi la seguridad de que era él, aunque también podía estar equivocada. ¿Cuánto de certeza y cuánto de imaginación había?, ¿era él allá adelante?.
Cuando llegó el primer coffee break, no pude ver por dónde salió pero supuse que me lo podía cruzar en el hall central. El edificio de la universidad privada donde tenía lugar la charla era un modelo de amplitud, modernidad, y recursos que alcanzaban hasta para regalar merchandising de lapiceras con el logo propio, todos esos detalles tan ajenos a mi vida universitaria donde jamás ví siquiera un rollo de papel higiénico en un baño, y donde los bancos y los vidrios rotos eran parte de la decoración. Ese lugar en cambio parecía un banco, un hotel, o simplemente una empresa privada.

Apenas me acerqué a la mesa del café, se me cruzaron dos conocidos de esos con los cuales había pasado años de tertulias en almuerzos y desayunos en el laboratorio. Nos pusimos a charlar. A él, al ¨presunto él¨ no lo encontré pero era obvio que si estaba ahí se tendría que acercar a saludar en algún momento. El café con medialunas y la conversación me despertaron, y la conexión con la realidad me espabiló, se despejaron las fantasías y como estaba viviendo el momento exacto en el que se suponía que él estaba cerca, no me preocupé por buscarlo. Ya lo vería.
Volví a la segunda conferencia. Estuve muy concentrada al principio, hasta la mitad, pero después mi vista cayó otra vez en la nuca de pelo corto y canoso que estaba a unos veinticinco o treinta metros por delante mío. Seguía dudando, tenía casi todo para ser él pero le faltaba una gota, una pizca de algo. Podía ser el efecto del paso del tiempo, esa pátina que se va asentando sobre cada uno de nosotros y va distorsionando de a poco la imagen perfecta de la juventud. Pero no podía llegar a una conclusión clara. ¿Al final era él o no?. Demasiado para mi vista mediocre. Cuando la conferencia estaba ya por terminar, empecé a ponerme inquieta, si no me lo cruzaba en la salida, la posibilidad de encontrarlo después era casi cero. La sala era realmente gigante y tenía por lo menos tres puertas. Como siempre, en el minuto final iba a ser el azar que decidiera por mí, si quedaba cerca o lejos, si iba a poder hablarle o me iba a quedar con la frustración de habérmelo perdido por unos metros, y sobre todo, por tarada, como siempre, por ciega, y un poco, por histérica. Por fin llegaron los final remarks, conclusiones, aplausos, luces que subían, ruidos de pies que se movían, de sillas que se levantaban, murmullo creciente, apuro por salir a almorzar, a ver el sol. Pude ver que él enfilaba hacia la puerta de adelante a la izquierda, la masa me llevó a mí hacia la puerta de atrás a la derecha, nuetros desplazamientos en columna tenían tasas de velocidad diferentes, él salió bastante antes que yo. Cuando llegué al hall había un mar de gente que se movía en círculos, al azar. Traté de encontrar otra vez la nuca de pelo corto, canoso, la camisa blanca, la espalda ancha, la mochila azul. Nada. Decidí salir afuera, en una de esas todavía estaba por ahí. El sol caliente del mediodía me encandiló y el calor me cayó de improviso como una capa incómoda y sofocante. El malhumor me agotó las fuerzas en un segundo. Me fui caminando con el sol de frente, pensando si esa sería la dirección que él había tomado. Aunque capaz que no era él después de todo.













martes, 12 de octubre de 2010

La última oportunidad

Paso siempre por ahí, el boliche sigue al fondo de la cuadra, pintado de blanco, cerca de la avenida. Casi nunca miro para ese lado. Pero cuando por casualidad lo veo, me encuentro sin querer, otra vez repasando ese instante en el que dimos vuelta la página y cerramos el libro, ese minuto en que nos cruzamos y nos miramos con los ojos tristes y descubrimos que ninguno había tenido el coraje de intentarlo. Como un enlace químico estable es superado por un ión atrevido sólo por un rato, hasta volver a estabilizarse.

Aquella noche nos íbamos a juntar con otros amigos de la oficina a festejar el cumpleaños de Javier. En un boliche, grande, oscuro. Fin del verano. No necesitábamos ir cada uno con su pareja. Estaba permitido ir solos. Durante la tarde te pregunté y no sabías, yo te dije que no sabía tampoco. Y quedamos los dos sin saber, en el histeriqueo de siempre. Me fui a casa. Me duché para refrescarme. Después me tiré en la cama a pensar. Qué ponerme, qué hacer. Tenía un pantalón nuevo, negro, que me quedaba perfecto. Me miraba al espejo y me veía bien. Arriba me puse una musculosa muy fina y una torera negra de gasa transparente, con unos bordados de flores negras. Todo fácil de sacar. Sandalias de terciopelo negro, y mi perfume nuevo, l´eau d´Ysey.

No quería pensar en cómo iba a ir vestida ella. Aunque estuviera gorda, tenía unas tetas magníficas. No como las mías. Porque yo sabía, temía que la ibas a llevar. Y a mí no me quedaba más remedio que llevar a Santiago. No podía imaginarme algo peor que ir sola y encontrarte acompañado. Si mantenía la dignidad, me perdía la última oportunidad de salir una noche contigo. Porque no hubo otra.
Y llegamos con Santiago y ya estaban haciendo cola para entrar, Nadia, Andrés, Mauricio, Daniela y algunos más. Nos paramos con ellos, empezamos a hacer bromas. Siempre había alguien de quién reírse, el peinado de la que pasó adelante. El culo de la de minifalda negra. Siempre con esos chistes impresentables de Leo. De pronto las risas cambiaron de tono por sorpresa, aaaay, nooo, escuché. Y me dí vuelta. Ahí estabas vos, con ella, la tenías abrazada, más bien la llevabas envuelta, protegida de todos los males. Del lado izquierdo la tomabas por el hombro, del lado derecho, por la cintura. Tenías la mano apoyada sobre la barriga de Celia. El embarazo era evidente pero vos no habías dicho nada. De pronto estabas ahí enfrente. Detrás de ella me miraste con ojos tristes. Yo tenía la tristeza en el corazón. Santiago me pasó el brazo por encima del hombro. Me dí vuelta, volví a los chistes. La música que venía de adentro del boliche pareció desaparecer, junto con las voces, las risas, los rostros. Todo se alejó. De repente estaba aislada en un rincón de mi cabeza, tratando de desaparecer. Santiago me preguntó algo. Volví al ruido.
Lo miré. Nos abrazamos otra vez. Entramos al boliche. La música estaba buena. Y todo siguió.




lunes, 13 de septiembre de 2010

La primera noche



Por la ventana se veía sólo el negro intenso del pozo de luz, acentuado por la noche. El viento hacía remolinos en ese agujero sucio y las ráfagas dejaban temblando los vidrios mojados por la lluvia. El apartamento estaba casi vacío todavía, y con el silencio parecía más gris de lo que era. Daniela prendió la lámpara de pie que se había pertenecido a su abuela, le daba un aspecto más cálido al piso de roble ennegrecido, y se sentó sobre el colchón cubierto con una manta hindú y almohadones de colores que era su nuevo sofá. Traía un té de la cocina. La única manera de mantenerse caliente en ese lugar helado. Los buñuelos de espinaca que se había hecho para estrenar la cocina le habían caído un poco pesados. No estaba segura de si habían quedado un poco crudos o muy aceitosos, o si eran sólamente los nervios de vivir sola, por fin. Cada tanto escuchaba alguna voz en el corredor, gente que entraba o salía de sus apartamentos, tan oscuros y fríos como el de ella, siempre acompañados por el estrépito que hacía la puerta de la calle al cerrarse. Esos ruidos la conectaban con el mundo de afuera, como una excusa para imaginarse que no estaba completamente sola en ese lugar.
El malestar no se le pasaba, más bien se estaba sintiendo peor. Le vino una arcada muy fuerte y apenas pudo llegar al lavatorio del baño para vomitar todo lo que había comido. Se lavó la cara, la boca y se fue a tirar sobre su cama. Allí se escuchaban los ruidos de la calle, los ómnibus y camiones que frenaban en los semáforos, unos para ir hacia el centro, otros para salir de la ciudad. Todos aceleraban sus motores viejos cuando venía la verde. Así toda la noche. Ante cada silencio, Daniela esperaba en vano que se mantuviera la calma hasta que ella se pudiera dormir, pero a los dos o tres minutos, otro semáforo, otra vez primera, segunda, ruido, ruido. Se sentía débil, no le daban las fuerzas o el ánimo para volver a levantarse, ir a la cocina, tomarse otro té o algo. No había nadie a quién pedirle ayuda. Tenía un leve nudo en la garganta pero algo le impedía llorar. La peor parte de la soledad era que no sabía cuánto iba a durar. En algún momento de la noche finalmente se durmió.
La radio-despertador y su música a todo volúmen la sobresaltaron cuando ya estaba claro. Ahí seguían los motores, los caños de escape. Le parecía que cargaba un saco de arena arriba de su cuerpo. No podía siquiera abrir los ojos. Así pasó media hora, cuarenta y cinco minutos, hasta que la alarma interior le dio el impulso necesario para incorporarse. Se vistió con el jean del día anterior, una polera a rayas, los borceguíes y un saco rojo. Se ató el pelo en un moño desordenado. Tomó un té con leche y tres galletitas de agua y salió de su casa. La puerta del edificio se cerró con estrépito detrás suyo. Ya estaba en la calle y por suerte tenía la parada en la esquina. Se subió la capucha de la campera y se apretó más la bufanda. Le hizo señas al 145 que venía lento, listo para detenerse en el semáforo rojo. El sol asomaba, frío, entre las nubes. La vida parecía mejor a esa hora. En un rato seguramente se iba a cruzar con él, quizás en el comedor, quizás en algún pasillo. Colgada de una fantasía se subió, pagó el boleto y se sentó.







domingo, 22 de agosto de 2010

Un viaje nocturno





¨...ghostly wrecks of sexual longing¨
Ian Mc Ewan


Otra vez estamos juntos. No sé cómo fue que nos encontramos. Hay mucha gente. Yo creí que él me iba a ignorar pero no, se me acercó y conversamos como antes. No sé a dónde se va esta vez. Me pide que lo acompañe. Nos subimos a un ómnibus de larga distancia, es de noche. Estamos sentados uno al lado del otro otra vez. No tengo consciencia de que existan ni mi marido ni mis hijos. Sólo existimos nosotros dos. Sin demasiadas palabras, estamos en el lugar donde nos quedamos hace tiempo. En los asientos reclinados me dibuja en el jean una T y un corazón con el dedo. No sé de dónde saca una manta. Nos tapamos para que las viejas del asiento de al lado no nos miren. Bajo la manta empezamos a besarnos, otra vez puedo lamer esos labios gruesos. Una vez más de sus besos largos, que no me cansan. Le desabrocho el pantalón y meto la mano abajo del calzoncillo. Me inclino hacia abajo, me imagino que la escena abajo de la manta es fácil de intuir pero no me importa. Apenas paso la lengua por la pija parada siento cómo se alarga, cómo se endurece. La vuelvo a lamer con una cierta fascinación. Me excita escuchar sus gemidos de placer. Esos momentos tan escasos en que siento que lo domino. Ahora él me toma por los hombros y me acerca a su cara. Nos besamos mientras me desabrocha la blusa y empieza a besarme el cuello, el pecho, me baja el soutien para lamerme los pezones y sigue por mi abdomen, nuevamente liso y con una línea de pelusa rubia que baja hasta el pubis. Me desabrocha el jean y lo baja mientras yo ayudo a sacarlo. Nos contorsionamos bajo la manta unos segundos para desvestirnos hasta que él se me sube encima. Lo envuelvo con mis piernas mientras sostengo la manta por arriba de su espalda. Todo es muy rápido. Me toca el clítoris mojado y respira en mi oído. Apenas puedo contenerme para no acabar en ese momento. Lo siento entrar en mi cuerpo. Me invade una felicidad que es un alivio, una respuesta a la pregunta pendiente desde hace tanto tiempo. De pronto me sobresalta un ruido fuerte. Abro los ojos y los vuelvo a cerrar a pesar de que la claridad de la mañana no se nota demasiado en mi dormitorio. Siento mi cuerpo pesado, aplastando el colchón. Intuyo el dolor en la pierna derecha, aunque todavía no me incorporo. Tengo los ojos y la boca seca, como todas las mañanas. Los sonidos lejanos de la avenida indican que no hay demasiado tránsito todavía. Me siento en la cama y me duele la espalda. Trato de agacharme a recoger una pantufla que está un poco lejos pero me cuesta demasiado. Todavía estoy medio dormida. Respiro hondo y pienso lo mismo que cada mañana. Me incorporo y camino hasta la cómoda. Me pongo los anteojos y miro en el espejo el pelo desordenado y canoso, las arrugas en los ojos y en la frente.
Saco del ropero el salto de cama y me lo pongo despacio mientras camino hacia el corredor para abrir la puerta, el timbre volvió a sonar.

miércoles, 28 de julio de 2010

En el archivo

Una noche que nunca podré olvidar, estaba en mi cama leyendo el libro que me había comprado en una librería de usados, una edición hermosa, fuerte, y en perfecto estado de los cuentos completos de Poe. De a poco el sueño me fue ganando y sin saber cómo me encontré en mi nuevo trabajo. Buscaba papeles perdidos en un archivo enorme, entre carpetas polvorientas, cuando de pronto una sombra fría me sobresaltó.
Tan rápido como apareció se fue. Yo quedé petrificada y cuando me repuse de la sorpresa decidí salir a buscar a la figura fantasma que la produjo.
Me escondí detrás de una estantería. Lo que ví me dejó muda, y el escalofrío vuelve a recorrer mi alma todavía hoy, al escribir estas palabras. Una mujer translúcida, estaba parada entre los ficheros, con aspecto de preocupación. Parecía buscar algo muy importante, desde hacía mucho, mucho tiempo, tanto que no se había percatado que ya su cuerpo no tenía consistencia, que se había desintegrado y fundido con los millones de moles de átomos del universo. No supe si estuve ahí mirándola diez segundos o dos horas. El tiempo pareció detenerse, hasta que ella bruscamente levantó la mirada y me miró directamente, con unos ojos brillantes como gemas verdes. Su rostro era palidísimo. Instantáneamente me sonrió, y logró aflojar el pánico que había tomado mi interior.
Sus palabras fueron las más inesperadas que escuché en mi vida: ¨¡ Qué suerte!¨. Intenté hablar, y mi voz apenas se podía oír. Me faltaba el aire.
Antes de que yo lograra hablar, volví a escuchar su voz, que parecía salir del fondo de un mar profundo. ¨Ahí está mi libro, ¡lo tienes tú!¨ .
La sorpresa me hizo abrir los ojos. Estaba en mi cama, con el viejo libro sobre mi pecho. Me incorporé bruscamente, y leí la dedicatoria, escrita con tinta negra: ¨Para mi amada Amalia, que mi amor, como este libro, te acompañen de aquí a la eternidad. Tuyo, José¨ .

martes, 13 de julio de 2010

Desde el asiento de atrás

Durante toda mi vida de niña, adolescente y hasta casi los treinta, me tocaba siempre viajar en el asiento trasero del auto. Estaba acostumbrada al paisaje de las ventanas del costado, y a apoyar los codos en los asientos delanteros, inclinando el cuerpo como para acercarme a los líderes. Incluso el acompañante me parecía un lider. Los asientos delanteros eran para la gente que salía de su casa en auto. A mí me pasaban a buscar por algún lugar del camino, así que siempre me tocaba el asiento de atrás. No viví en una familia que tuviera auto, casi puedo decir que no viví en una familia exactamente sino en un conglomerado de familiares. Me gusta la palabra ¨relative¨, porque los familiares son tan relativos. DIgo, no tuve auto propio durante treinta años de mi vida. Cuando mi novio compró uno, empecé a vivir la vida desde el asiento delantero. justo en la época en la que también viví en el asiento delantero de mi destino. Parecía que llevaba el volante, confiada, segura. Tenía un camino delante mío por recorrer.
Pero ahora tengo auto propio, estoy al volante horas por día, tengo la extraña sensación de que si hay algo que no manejo es mi destino. Seré capitana de mi alma?

lunes, 21 de junio de 2010

la novia de la noche más helada


Tengo la nariz congelada. Ni hablar de mis pies en estos zapatos azules tan italianos y tan poco apropiados para una noche de junio. Me da igual que mi vestido largo strech ya esté un poco estirado de más. Me acuerdo del casamiento de Lucía. Qué bien me quedaba. Los botones con perlitas azules en la espalda, la panza chata. Ahora todo está más flojo, y no sólo es el vestido. El frío que traspasa las medias de nylon no es ninguna novedad. Aunque ya hace décadas que no salgo a bailar, sigo odiando el frío de las madrugadas de invierno. Me da igual el estado del vestido, apenas me peiné y casi no me pinté. El tapado gris de mi madre no tiene nada de gracia pero al menos me llega hasta los tobillos. Todavía no llegamos al salón de fiestas y ya estoy soñando con estar en mi cama, calentita. Al menos pude salir rápido de la iglesia. Fue como pasarse una hora adentro del freezer. La calefacción del auto apenas me empieza a calentar los pies y por suerte falta para llegar a Carrasco. Encima la fiesta es frente al mar, no quiero pensar en el momento en que tenga que bajarme en plena rambla. Espero no tener que saludar a los novios. Ese tipo es una caricatura de hombre. Yo entiendo que mi cuñada ya estaba grande, y deseaba casarse más que nada en el mundo. Pero ¿realmente necesitaba casarse con esa marioneta?. Confío que es su estrategia para por fin poder divorciarse y salir a festejar como hacen sus amigas.
De a poco logro calentarme las manos. Bostezo.
-No te apures, le digo a Julián.
Me levanta algo el ánimo pensar en un champán con canapés, pero preveo la mesa de familia política donde nos sentaremos y los invitados cercanos a la jubilación que me voy a encontrar en la fiesta y cambio de opinión otra vez. Empiezo a planear la retirada oculta. Vuelvo a bostezar y la sola idea de aguantar un parlante de un metro de alto explotando en mis costillas al ritmo de Miranda, me termina de convencer.
Ya se ven las luces del club allá adelante, y todavía hay algunos taxis en la puerta. Es ahora o nunca. Dejo que Julián camine adelante con sus zancadas de siempre, es una ventaja que mi taco corrido no me deje saltar las piedras con tanta velocidad. Disimuladamente me voy desviando hacia un taxi que está a punto de volverse al centro. Le hago la seña y me meto en el asiento trasero, apretándome el tapado contra el cuerpo. Listo.
Mientras el auto arranca y pasa por la entrada del club, puedo ver la expresión pasmada de Julián, lo saludo con la mano sin abrir la ventana.

domingo, 6 de junio de 2010

Después de la noche




De a poco empiezo a sentir el silencio nuevamente, después de horas de sonidos superpuestos, todos altos, la música, las voces, las carcajadas. La cantidad de luces prendidas en la casa me apabulla, voy contando mientras apago, dos, cuatro, seis, ocho, doce. Cansada pero en paz, observo la situación y mido hasta dónde voy a ordenar esta noche. Los restos de vino en las copas son el espejo del éxito moderado de la noche. Nos tomamos tres botellas entre seis. La chimenea con unas brasas rojas que le dieron el calor adecuado a la reunión cuando ardían en un fuego hermoso. Algunas esquinas de empanaditas de copetín sin terminar. Mi repulgue tiene un nivel escolar, pero hace poco me dio por el asunto casero. Cuando las armamos entre Gabriela, Ana y yo, nos reímos bastante. Las mujeres siempre tomamos confianza más rápido. Nos seguimos haciendo amigas casi como en la escuela, durante un rato, si coincidimos en una vibración misteriosa de nuestros pensamientos y ánimos. Los hombres charlan, se ríen. Hacen un careo entre sus laburos, en qué está uno, en qué está el otro. Pero a mí siempre me parece que Gastón en el fondo no se divierte. Que no le encuentra sentido a la cosa social. Con los años llegamos a un intermedio. Él se volvió más sociable y yo me fui aislando un poco de las masas reunidas. Ya no me interesa hacer una reunión para veinte. Cuatro, seis, es un buen número. No quedó ni una pizca de choricitos o morcillas, o queso, o aceitunas. Como siempre, la picadita es la mejor parte, cuando parece que todo va a ser genial dentro de un rato. No estuvo tan mal, para ser la primera vez que venían a casa. La categoría amigos nuevos me suena a algo imposible. Amigos son los viejos. Los que ya no veo más que un día, una vez al año, y apenas tengo tiempo de saber algo de sus vidas. Sin embargo a los nuevos, a los que me cruzo todos los días, me cuesta admitirlos en la categoría superior. Este fue un buen intento. Lleno de esfuerzo y entusiasmo. Pasamos por la política como quien riega los malvones con la manguera. No nos detuvimos en ningún tema en profundidad. La sociabilidad finamente gasificada. Consumimos un buen momento, medido con diapasón. No quedaron espacios en blanco, que hubieran sido verdaderos charcos de fracaso. Los helados en cucurucho fueron un éxito cantado, aunque los nenes me dejaron el piso lleno de manchas pegajosas. Los niños que iban y venían del living a la computadora llevando papas fritas ocupaban los momentos en que la conversación enflaquecía. Los hijos siempre dan tema para charlar pero para tener una noche saludable era necesario no quedarse estancados hablando siempre de lo mismo. Por eso, todavía era temprano y andaba circulando el mate cuando nos dimos permiso de hablar de Mariana y de Elena, dos imbéciles, una que no tiene límites: ahora la hizo vegetariana a la nena. Y la otra que dice que el hijo le salió burro como ella. Al menos es honesta. Ya barrí y saqué el mantel, dejo los platos en remojo hasta mañana. Escucho ese silbido como de televisor prendido en mi cabeza. Todo está quieto. No necesito hablar o sonreír por varias horas y me puedo ir a la cama a terminar mi libro. Bueno, si Gastón me deja.

sábado, 22 de mayo de 2010

Fin de semana en la ciudad



¨Cuando salís a la calle la gente no sabe si vas a la verdulería o a una fiesta, nena¨. Esa es una de las tantas enseñanzas prácticas que me dejó mi abuela. Que hay que salir bien vestida siempre, no importa a dónde vayas. Ella era costurera, de alta costura. Tenía un maniquí con sombrero, un espejo enorme y una mesa larguísima en el cuarto de coser, que hoy se llamaría ¨atelier¨. Porque ella seguía la moda año a año, colección a colección. Por eso, aunque está a punto de llover, me pongo un jean nuevo, mi buzo de lana preferido y un trench, un esencial del vestuario que me compré como recomiendan las revistas de moda. Botas altas, un paraguas y salgo calle abajo por entre el corredor de edificios que cortan el viento en esta parte de la ciudad.
Como siempre, tomo el rumbo que me lleva cerca de su departamento, quizás porque todos los caminos tienen algo que me recuerda a él. Conozco todas las combinaciones posibles para cubrir las ocho cuadras que hay entre su departamento y el mío, entre mi vida y la suya. He caminado por todas esas calles pensando en él. Y no me lo encontré más. Ni una sola vez desde que nos despedimos aquella tarde en la puerta de su edificio, cuando yo decidí que se había terminado. Más bien, que ya no lo iba a intentar más. Ya no más.
Desde entonces, cada año está hecho de meses, días y horas en que no lo llamé, ni le mandé siquiera un mail. A veces veo una película en la tele y pienso si la estará mirando él. Otras, veo una noticia en el diario, que de alguna manera tiene que ver conmigo, y me pregunto ¿la habrá leído?, ¿me habrá recordado?.
Llego a la esquina de su casa. Alguien abre la puerta. Empiezo a sentir los golpes fuertes en el pecho, casi en la garganta. Sale, es un chico despeinado y vestido de negro. Los golpes empiezan a afojar. Empieza a llover. Apuro el paso y cruzo la calle.

martes, 27 de abril de 2010

Una de esas historias


Me fui temprano de aquella fiesta de fin de año. No conocía a casi nadie excepto a mi amiga Sabrina, y a ella no le podía arruinar la noche contánsole todo en ese momento. Suficiente para un veintitres de diciembre. Y no sabía durante cuánto tiempo sería capaz de seguir disimulando el dolor punzante que sentía en el pecho, la daga clavada en la garganta que no podría desenterrar hasta que no empezara a llorar con toda la furia que tenía contenida sólo por cuestiones sociales. No quería que nadie me preguntara qué me pasaba. No tenía ninguna lógica, se suponía que estaba en el estado de felicidad pura, cuatro meses de embarazo. Puse la única excusa posible : que tenía sueño y me fui. Apenas me subí al taxi empecé a llorar, primero en silencio, hasta llegar a mi casa. Cuando por fin entré y me tiré en la cama directo, en plena oscuridad, sentí la explosión. Lloré durante horas. El dolor era físico, como si me hubieran cortado en alguna parte y tuviera una cicatriz. Me había quedado sin él, que me dijo al despedirnos que ¨fue bueno, valió la pena¨. Ese verbo en pasado me acuchillaba. Me dijo que me dedicara a mi bebé. Se suponía que allí iba a estar la fuente de la felicidad. Ya estaba aprendiendo que los hijos no traen la felicidad, la tiene una adentro o no la tiene. No sabía lo que me esperaba.

Fernando se iba a Suiza con un contrato de una empresa multinacional. No había mucho más que pedirle. Nunca pensé que él iba a estar conmigo, como pareja, cuando naciera el bebé. Pero la separación física y sus palabras en pasado, le ponían la tapa a esa relación. Todo lo que me quedaba era seguir adelante yo sola. No porque no estuviera acostumbrada a estar sola, sino justamente, por la gran costumbre de la soledad que él sacó de mi vida por unos meses, no podía dejar de llorar. El bebé iba a ser sólo mío y tampoco me angustiaba en sí la ausencia de un padre. Así crecí yo, sabía que se podía vivir así, en blanco o en negro, con padre o sin padre. Lo único que no iba a tolerar eran los grises. Que estuviera y desapareciera, que no le diera lo que se merecía su hijo. Tenía que elegir si iba a existir como padre o no, y Fernando eligió: ¨no quiero tener hijos extramatrimoniales¨. Lo que más me dolía era que su justificación era tan burguesa, tan convencional, tan práctica. Como él. Jamás decía palabras demasiado dulces, ni hacía elogios de más, o mimos empalagosos. Nada más que lo necesario. Una vez me encaró adentro de la sala de reuniones. No había nadie, yo estaba revisando unos artículos. él entró, sin decir nada se acercó hasta milímetros de mi boca, y se quedó mudo. Yo entré en pánico porque cualquiera podía entrar en esa sala a esa hora. Me quería morir cuando se fue y yo no había reaccionado. Yo que soñaba con tocarlo nuevamente, por besarlo y olerlo, y sentirlo adentro mío una vez más. Lo fui a buscar a su escritorio, esperé el momento en que no hubiera nadie a la vista, y hablamos apenas lo suficiente como para que supiera que yo seguía dispuesta a todo. Esa tarde nos fuimos a un hotel a la salida del trabajo. Tuvimos varios encuentros, varios hoteles, y mucha ansiedad en el medio. Al atardecer nos matábamos uno contra el otro, sudando y besándonos, cogiendo como bestias silenciosas. Al otro día nos encontrábamos en el trabajo como dos compañeros más, en la mesa del café. Esas intermitencias me ponían en un estado de ansiedad e inseguridad que me impedía pensar en nada más, apenas podía hacer mi trabajo con mucho esfuerzo. Y entonces pasó, en algún atardecer improvisado, cuando creía que ya se había terminado, no estaba tomando pastillas porque para qué, pasó.

Ahora todo eso está tan lejos, y todavía tan cerca. No lo olvidé, no dejé de pensar en él ni un día en estos años. Pero me prometí no buscarlo más, no saber más de él, y él no necesitaba prometerse nada, le sale naturalmente borrar a la gente. Es un monje Zen, vive con la consciencia en el instante presente. Ni pasado ni futuro. Cuando veo a Lorenzo con sus mismos ojos negros, las pestañas espesas, las manitos tan fuertes, me invade un amor loco por mi hijo, y algo de nostalgia por la belleza que se pierde Fernando. La vida se nos está pasando sin vernos, a veces no me puedo soltar de esa idea inevitable. Otras veces me lo tomo con más calma y me digo, ¨fue hermoso, valió la pena¨.

martes, 20 de abril de 2010

Los autos de los otros

Paso varias horas al día arriba del auto. Por eso tengo varias rutinas que me ayudan a soportar los semáforos, los embotellamientos y todas esas minucias que nos arruinan unos minutos de la vida cada día. Me intriga ver a los conductores de los autos, todos tan cerca pero cada uno aislado en su cubículo móvil. Estamos solos pero nuestra soledad es completamente visible.
Inevitablemente me encuentro con el remisero petiso frente al volante, de corbata gastada, camisa barata, lentes alguna que otra vez, agotado, harto de los kilómetros de ida y vuelta por la ciudad, que calcula la ganancia del día menos los gastos del taller de la semana pasada y piensa todo el día para esta mierda, respira hondo y mira a un horizonte que está un poco más abajo de la luneta del auto de adelante, o a veces, por encima del semáforo en rojo. O la pareja de cincuenta y diez, canas, anteojos de buena armazón, auto de alta gama, ni se inmutan por mi mi mirada indiscreta. La señora tiene un gesto de exasperación tan fijo en su cara que debe llevar allí instalado varios años, quizás décadas, de siempre lo mismo, de no entenderse, de críticas y reproches. Exhala suspiros tan fuertes que podrían empañar el parabrisas si tuviera algo más de calor en su cuerpo, pero se la nota seca, marchita para el entusiasmo, para la sorpresa, para el sexo. El hombre responde con paciencia, mesura. Es el lado calmo del mar, en la isla de su matrimonio. Está igual de harto que ella, pero tiene el hábito de perseverar. No se le ocurre abandonar ninguna lucha. Como siempre, las quejas de su mujer son exageradas, infladas a partir de micropartículas de problemas hasta explotar como un pop corn. Por suerte vino la verde, acelera para que todo termine un poco antes. Cuando me pregunto si alguien va felíz arriba del auto, le presto atención a los de veintipocos, esos que quizás andan con el auto prestado del padre, llevando a la novia. Gorrita deportiva, mano izquierda afuera de la ventana, va mirando a su chica con cara de canchero, exuda testosterona. Se hace el indiferente. Si van con auto nuevo, solos, en algún peugeot brillante, inclinan la cabeza hacia un costado, la tiran un poquito para atrás. Y por supuesto, con los lentes de sol. Para que no los encandile el brillo del éxito.
Otros favorito, que veo de vez en cuando: el Renault 12 con cuatro o cinco veteranos arriba. De corbata y camisa que no combinan tan bien, el conductor con la pelada reluciente de calor y repeinada con tres pelos de un costado a otro. La señora con su batido de peluquería, el collar y la camisa de seda de otras épocas, que hoy le ajusta de más, abanicándose con una revista. Van a un civil, por la hora que es. Algún cuñado, un par de sobrinas de vestido strapleess con volados y rimel exagerado completan la fila de atrás. Se miran en el espejo retrovisor, en los laterales, para comprobar que siguen presentables después de los cuarenta kilómetros que ya llevan arriba del auto sin aire acondicionado. El semáforo se pone amarillo y verde, yo arranco y los dejo atrás. Delante mío una Honda CR-V negra, de vidrios polarizados. Apenas veo la nuca del conductor a mi izquierda. El misterio de siempre. No puedo saber si es jóven o viejo, si está felíz o amargado. El estátus de felicidad en las 4 x4 es un asunto confidencial.

domingo, 14 de marzo de 2010

La peor


Otra vez esa fea sensación. La de ser la peor de la clase. Extraña, porque ella en realidad nunca supo lo que era eso, al menos durante la primaria, la secundaria, y aún durante el bachillerato, aunque ahí ya le venía costando física, y el de matemáticas la mandó directo a Febrero. Pero eso era, en el fondo, porque él era comunista, y ella acababa de venir de USA.

Ese tema de ser la peor de lo peor empezó en la facultad, y no terminó nunca más. Fue como una iluminación pero al revés, un día se dio cuenta de que no sólo no era la mejor, sino que era la peor. Ironía
de las buenas.

Cierto que con esfuerzo logró salir del pozo y subió incluso a la luz de sacar buenas notas. Pero ya había anidado en su interior esa nueva consciencia, de que en el fondo, era la peor de todos. O la peor de todos los mejores.

Luego vino la época del trabajo, y nuevamente, los hechos la ponían en el fondo. La mejor de los peores. Cómo pudo crecer en esa equivocación. Producto del ambiente, todos sus compañeros serían pequeños proyectos proletarios, sin estímulo familar, y entonces ella sobresalía simplemente de la mediocridad. Pero al enfrentarse con
los buenos de verdad, la ilusión se terminó para siempre. Esa revelación tan simple, si le hubiera llegado un poco antes, quizás le hubiera ayudado a esforzarse por superar a esos otros mejores, a alcanzar otras metas. Aunque, en su lugar, ella alcanzaba y superaba las mediocres metas educativas que seguro le imponían al pequeño grupo proletario fracasado de antemano.

Entonces llegó el segundo trabajo, una corporación americana donde se premiaba al Empleado del Mes, con una pequeña medalla que se colgaba de la solapa del traje. De a poco todos los mejores la iban adquiriendo, siempre. Con la felicitación de los Managers. Y ella, a la cabeza de los peores, otra vez. Sin la medalla. Entonces decidió que no quería más desafíos, que no quería más eso de ser la mejor de los peores. Mejor no hacer nada más que existir sin conflictos, sin desafíos, dejar transcurrir la vida sin dolores de cabezas por idiotas brillantes que llenaban todos los cuadraditos sin equivocarse. Que jamás cambiaban un 3 por un 8, ni se salteaban una línea de la larga lista de la base de datos. No se equivocaban. Algo que ella no podía entender.

Pero cuando se instaló en el universo de los que no tenían desafíos, para su sorpresa, se sentía peor que antes. Había bajado de categoría a la de incalificable, inoperante. Eso estaba por debajo de los peores, que al fin de cuentas, algo hacían en sus respectivos lugares de trabajo. Y decidió que era hora de volver a ser la peor de las mejores. O la mejor de las peores. Y entonces se convirtió en vendedora de seguros de vida, como le habían aconsejado. No podía fallar.

martes, 2 de marzo de 2010

La pesada



Otra vez, nueve de la noche. Suena el teléfono. Es ella, sin dudas.
-Hola Violeta, cómo andás?
Qué hago con esta mina. Me la podría coger, pero se ve que quiere un novio. No, no me da para meterme en eso ya. Todavía no. Ufa, qué pesada con esos detalles de abuela cariñosa
-si, no, no me mojé mucho, da igual. La lluvia paró enseguida.

Ahí va otra vez, qué le digo?
-ah, no puedo el viernes. voy a salir con los amigos de acá del barrio,
-no, un partido de fútbol, después cerveza, pizza seguro. Terminamos tarde y todos medio en pedo. No puedo manejar hasta tu casa.

Qué hago, me la podría coger y chau. Se termina el problema. Pero se va a enamorar. No me jodas, y además está sola, me va a joder todo el día. Que vaya a su casa, no, no tengo ganas de pasarme en casa de una mina portándome bien, apoyando la cuchara sobre el platito.

-No, mirá yo no sé bién qué quiero hacer en el futuro. Si, no sé si esto es lo mío o me voy a cambiar de carrera. En una de esas tiro todo a la mierda y me voy a un rancho en el Polonio, me dedico a pescar en un bote y chau.

Ahí se enoja al pedo esta mina. No ve que la estoy jodiendo. Qué ingenua que es. Me la podría coger y chau. Después no le doy más bola. Así dejaría de llamarme. No, me va a seguir persiguiendo. ¿Y si me sorprende?, capaz que no es tan pelotuda como parece. No, no creo, esta es una pendeja inmadura, que busca mimos y besos, busca AMOR. Ufa, me quiero ir a ver el partido.
-Si, cierto, tenés razón. Ché, te tengo que dejar, mi hermana necesita el teléfono. Nos vemos mañana en la facultad
-chau

Si, mirá si le voy a mandar ¨un beso¨. No me la saco más de encima. Bue´, me la podría coger y chau.
¡Gol, goooool de los trico, vamo´arriba nomá!!