martes, 27 de abril de 2010

Una de esas historias


Me fui temprano de aquella fiesta de fin de año. No conocía a casi nadie excepto a mi amiga Sabrina, y a ella no le podía arruinar la noche contánsole todo en ese momento. Suficiente para un veintitres de diciembre. Y no sabía durante cuánto tiempo sería capaz de seguir disimulando el dolor punzante que sentía en el pecho, la daga clavada en la garganta que no podría desenterrar hasta que no empezara a llorar con toda la furia que tenía contenida sólo por cuestiones sociales. No quería que nadie me preguntara qué me pasaba. No tenía ninguna lógica, se suponía que estaba en el estado de felicidad pura, cuatro meses de embarazo. Puse la única excusa posible : que tenía sueño y me fui. Apenas me subí al taxi empecé a llorar, primero en silencio, hasta llegar a mi casa. Cuando por fin entré y me tiré en la cama directo, en plena oscuridad, sentí la explosión. Lloré durante horas. El dolor era físico, como si me hubieran cortado en alguna parte y tuviera una cicatriz. Me había quedado sin él, que me dijo al despedirnos que ¨fue bueno, valió la pena¨. Ese verbo en pasado me acuchillaba. Me dijo que me dedicara a mi bebé. Se suponía que allí iba a estar la fuente de la felicidad. Ya estaba aprendiendo que los hijos no traen la felicidad, la tiene una adentro o no la tiene. No sabía lo que me esperaba.

Fernando se iba a Suiza con un contrato de una empresa multinacional. No había mucho más que pedirle. Nunca pensé que él iba a estar conmigo, como pareja, cuando naciera el bebé. Pero la separación física y sus palabras en pasado, le ponían la tapa a esa relación. Todo lo que me quedaba era seguir adelante yo sola. No porque no estuviera acostumbrada a estar sola, sino justamente, por la gran costumbre de la soledad que él sacó de mi vida por unos meses, no podía dejar de llorar. El bebé iba a ser sólo mío y tampoco me angustiaba en sí la ausencia de un padre. Así crecí yo, sabía que se podía vivir así, en blanco o en negro, con padre o sin padre. Lo único que no iba a tolerar eran los grises. Que estuviera y desapareciera, que no le diera lo que se merecía su hijo. Tenía que elegir si iba a existir como padre o no, y Fernando eligió: ¨no quiero tener hijos extramatrimoniales¨. Lo que más me dolía era que su justificación era tan burguesa, tan convencional, tan práctica. Como él. Jamás decía palabras demasiado dulces, ni hacía elogios de más, o mimos empalagosos. Nada más que lo necesario. Una vez me encaró adentro de la sala de reuniones. No había nadie, yo estaba revisando unos artículos. él entró, sin decir nada se acercó hasta milímetros de mi boca, y se quedó mudo. Yo entré en pánico porque cualquiera podía entrar en esa sala a esa hora. Me quería morir cuando se fue y yo no había reaccionado. Yo que soñaba con tocarlo nuevamente, por besarlo y olerlo, y sentirlo adentro mío una vez más. Lo fui a buscar a su escritorio, esperé el momento en que no hubiera nadie a la vista, y hablamos apenas lo suficiente como para que supiera que yo seguía dispuesta a todo. Esa tarde nos fuimos a un hotel a la salida del trabajo. Tuvimos varios encuentros, varios hoteles, y mucha ansiedad en el medio. Al atardecer nos matábamos uno contra el otro, sudando y besándonos, cogiendo como bestias silenciosas. Al otro día nos encontrábamos en el trabajo como dos compañeros más, en la mesa del café. Esas intermitencias me ponían en un estado de ansiedad e inseguridad que me impedía pensar en nada más, apenas podía hacer mi trabajo con mucho esfuerzo. Y entonces pasó, en algún atardecer improvisado, cuando creía que ya se había terminado, no estaba tomando pastillas porque para qué, pasó.

Ahora todo eso está tan lejos, y todavía tan cerca. No lo olvidé, no dejé de pensar en él ni un día en estos años. Pero me prometí no buscarlo más, no saber más de él, y él no necesitaba prometerse nada, le sale naturalmente borrar a la gente. Es un monje Zen, vive con la consciencia en el instante presente. Ni pasado ni futuro. Cuando veo a Lorenzo con sus mismos ojos negros, las pestañas espesas, las manitos tan fuertes, me invade un amor loco por mi hijo, y algo de nostalgia por la belleza que se pierde Fernando. La vida se nos está pasando sin vernos, a veces no me puedo soltar de esa idea inevitable. Otras veces me lo tomo con más calma y me digo, ¨fue hermoso, valió la pena¨.

martes, 20 de abril de 2010

Los autos de los otros

Paso varias horas al día arriba del auto. Por eso tengo varias rutinas que me ayudan a soportar los semáforos, los embotellamientos y todas esas minucias que nos arruinan unos minutos de la vida cada día. Me intriga ver a los conductores de los autos, todos tan cerca pero cada uno aislado en su cubículo móvil. Estamos solos pero nuestra soledad es completamente visible.
Inevitablemente me encuentro con el remisero petiso frente al volante, de corbata gastada, camisa barata, lentes alguna que otra vez, agotado, harto de los kilómetros de ida y vuelta por la ciudad, que calcula la ganancia del día menos los gastos del taller de la semana pasada y piensa todo el día para esta mierda, respira hondo y mira a un horizonte que está un poco más abajo de la luneta del auto de adelante, o a veces, por encima del semáforo en rojo. O la pareja de cincuenta y diez, canas, anteojos de buena armazón, auto de alta gama, ni se inmutan por mi mi mirada indiscreta. La señora tiene un gesto de exasperación tan fijo en su cara que debe llevar allí instalado varios años, quizás décadas, de siempre lo mismo, de no entenderse, de críticas y reproches. Exhala suspiros tan fuertes que podrían empañar el parabrisas si tuviera algo más de calor en su cuerpo, pero se la nota seca, marchita para el entusiasmo, para la sorpresa, para el sexo. El hombre responde con paciencia, mesura. Es el lado calmo del mar, en la isla de su matrimonio. Está igual de harto que ella, pero tiene el hábito de perseverar. No se le ocurre abandonar ninguna lucha. Como siempre, las quejas de su mujer son exageradas, infladas a partir de micropartículas de problemas hasta explotar como un pop corn. Por suerte vino la verde, acelera para que todo termine un poco antes. Cuando me pregunto si alguien va felíz arriba del auto, le presto atención a los de veintipocos, esos que quizás andan con el auto prestado del padre, llevando a la novia. Gorrita deportiva, mano izquierda afuera de la ventana, va mirando a su chica con cara de canchero, exuda testosterona. Se hace el indiferente. Si van con auto nuevo, solos, en algún peugeot brillante, inclinan la cabeza hacia un costado, la tiran un poquito para atrás. Y por supuesto, con los lentes de sol. Para que no los encandile el brillo del éxito.
Otros favorito, que veo de vez en cuando: el Renault 12 con cuatro o cinco veteranos arriba. De corbata y camisa que no combinan tan bien, el conductor con la pelada reluciente de calor y repeinada con tres pelos de un costado a otro. La señora con su batido de peluquería, el collar y la camisa de seda de otras épocas, que hoy le ajusta de más, abanicándose con una revista. Van a un civil, por la hora que es. Algún cuñado, un par de sobrinas de vestido strapleess con volados y rimel exagerado completan la fila de atrás. Se miran en el espejo retrovisor, en los laterales, para comprobar que siguen presentables después de los cuarenta kilómetros que ya llevan arriba del auto sin aire acondicionado. El semáforo se pone amarillo y verde, yo arranco y los dejo atrás. Delante mío una Honda CR-V negra, de vidrios polarizados. Apenas veo la nuca del conductor a mi izquierda. El misterio de siempre. No puedo saber si es jóven o viejo, si está felíz o amargado. El estátus de felicidad en las 4 x4 es un asunto confidencial.