martes, 20 de abril de 2010

Los autos de los otros

Paso varias horas al día arriba del auto. Por eso tengo varias rutinas que me ayudan a soportar los semáforos, los embotellamientos y todas esas minucias que nos arruinan unos minutos de la vida cada día. Me intriga ver a los conductores de los autos, todos tan cerca pero cada uno aislado en su cubículo móvil. Estamos solos pero nuestra soledad es completamente visible.
Inevitablemente me encuentro con el remisero petiso frente al volante, de corbata gastada, camisa barata, lentes alguna que otra vez, agotado, harto de los kilómetros de ida y vuelta por la ciudad, que calcula la ganancia del día menos los gastos del taller de la semana pasada y piensa todo el día para esta mierda, respira hondo y mira a un horizonte que está un poco más abajo de la luneta del auto de adelante, o a veces, por encima del semáforo en rojo. O la pareja de cincuenta y diez, canas, anteojos de buena armazón, auto de alta gama, ni se inmutan por mi mi mirada indiscreta. La señora tiene un gesto de exasperación tan fijo en su cara que debe llevar allí instalado varios años, quizás décadas, de siempre lo mismo, de no entenderse, de críticas y reproches. Exhala suspiros tan fuertes que podrían empañar el parabrisas si tuviera algo más de calor en su cuerpo, pero se la nota seca, marchita para el entusiasmo, para la sorpresa, para el sexo. El hombre responde con paciencia, mesura. Es el lado calmo del mar, en la isla de su matrimonio. Está igual de harto que ella, pero tiene el hábito de perseverar. No se le ocurre abandonar ninguna lucha. Como siempre, las quejas de su mujer son exageradas, infladas a partir de micropartículas de problemas hasta explotar como un pop corn. Por suerte vino la verde, acelera para que todo termine un poco antes. Cuando me pregunto si alguien va felíz arriba del auto, le presto atención a los de veintipocos, esos que quizás andan con el auto prestado del padre, llevando a la novia. Gorrita deportiva, mano izquierda afuera de la ventana, va mirando a su chica con cara de canchero, exuda testosterona. Se hace el indiferente. Si van con auto nuevo, solos, en algún peugeot brillante, inclinan la cabeza hacia un costado, la tiran un poquito para atrás. Y por supuesto, con los lentes de sol. Para que no los encandile el brillo del éxito.
Otros favorito, que veo de vez en cuando: el Renault 12 con cuatro o cinco veteranos arriba. De corbata y camisa que no combinan tan bien, el conductor con la pelada reluciente de calor y repeinada con tres pelos de un costado a otro. La señora con su batido de peluquería, el collar y la camisa de seda de otras épocas, que hoy le ajusta de más, abanicándose con una revista. Van a un civil, por la hora que es. Algún cuñado, un par de sobrinas de vestido strapleess con volados y rimel exagerado completan la fila de atrás. Se miran en el espejo retrovisor, en los laterales, para comprobar que siguen presentables después de los cuarenta kilómetros que ya llevan arriba del auto sin aire acondicionado. El semáforo se pone amarillo y verde, yo arranco y los dejo atrás. Delante mío una Honda CR-V negra, de vidrios polarizados. Apenas veo la nuca del conductor a mi izquierda. El misterio de siempre. No puedo saber si es jóven o viejo, si está felíz o amargado. El estátus de felicidad en las 4 x4 es un asunto confidencial.

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