viernes, 28 de octubre de 2011

Vampiros en el techo

Alberto no sabe lo que quiere . Le gustaría estar cómodo en la vida pero siempre hay algo que le molesta: él mismo.  Es flaco y alto, nada atlético,  de pelo lacio y fuerte, largo,   un charrúa desgarbado con un taparrabo de lycra. Usa una malla negra con una hoja de marihuana pintada a mano, cual hoja de Adán. Cuando se ríe se le ven unos dientes blancos y grandes, derechos. No parecen suyos, están por encima de su estandar de belleza masculina.
En el Polonio está felíz, liberado de las responsabilidades de la vida burguesa obligada, de la limpieza como un ritual sagrado. Anda con la ropa dura por la arena, la sal y el sudor. El olor a transpiración queda neutralizado por el sol que seca todo. La arena es ya parte de su cuerpo, metida hasta lo más íntimo, en medio de las bolas y  la espalda, las orejas y el cuello y sobre las sabanas, en los championes, en el pelo. Se siente parte de de la playa.



 Cuando se despierta sale del sobre de dormir empapado de sudor, y se va a refrescar con la brisa del mar. Se duerme con el estruendo de las olas rompiendo contra las rocas.  Mientras hay luna menguante, se queda hasta las tres o cuatro esperando para verla salir atrás de las dunas, congelado sobre la arena fría, fumando.

A todo el que lo quiere escuchar le hace el famoso cuento de la tesis de facultad. Que no se la aceptaron, aunque tuvo resultados buenísimos, porque no era legal.  Que cuando le inyectaban a los ratones  un  metabolito de Cannabis purificado por HPLC, desaparecían los tumores que les había inducido previamente con irradiación de luz UV en el laboratorio de Fisiología Animal de la facultad. Pero que los jurados no le aprobaron la tesis de Licenciatura.
Para sus compañeros de Agronomía siempre fue un bicho raro, y él siempre se sintió un extraño entre los tipos de boina y  camisa escocesa, cadenas con crucifijo de plata, cinturones de hebilla  y botas de cuero de chancho. Todos engominados, todos cantando Aparicio Aparicio/ dónde estás general de poncho blanco.

No le es fácil encontrar interlocutores.  Ni los imbéciles ganaderos de Facultad que se burlaban de su trabajo, ni los profesores escépticos, viejos como Matusalén, que no sabían de genética más que lo que leyeron de Mendel (¿o lo habrán escuchado de él en persona?), ni los jurados, temerosos de salirse del mainstream de las publicaciones serias.  Con nadie podía hablar mucho de ese asunto, por eso  le gustaba charlar con la dos minitas de Ciencias que estaban en el rancho de al lado.

No está pensando mucho en cómo va a seguir adelante. por ahora la rutina es ir a pescar a la cañada para conseguir algo de morfi. Y además,  aprovecha a darse una enjuagada en agua dulce. 
Con las flacas del rancho de al lado,  hacían cooperativa para comer juntos, pero ahora se le acabó. Él conseguía pescado y ellas lo convidaban con arroz, tomate, bananas, algún vino de tetra.  Pero ahora se fueron. Tiene que pensar qué hacer. Todavía le queda algo de la guita de la beca y le tiene que durar hasta el final del verano. Tomás dijo que vuelve en un par de semanas después de los exámenes. Por suerte  la mujer de su padre, que es la dueña del rancho, ya dejó de ser hippie hace rato y no le interesan más las playas de Rocha. Ahora quiere ir a Punta Ballena la señora. Y el viejo se lo paga. Todo por coger con ilusión un tiempo más.  Aunque es cierto que parecen una buena pareja, más calmados que aquel infierno que era su familia cuando era chico. Se ve que el viejo ya aprendió a manejar a las mujeres sin explotar de bronca a cada rato.  Van a durar. Ya llevan años juntos y sin embargo ella todavía sigue pagando derecho de piso, y por eso le prestó el rancho aunque ahora debe estar  arrepentida imaginando que él le va a dejar  todo e mugriento cuando se vuelva a Montevideo.

Esta mañana cuando apareció la flaca a despedirse porque ya se volvían para empezar a estudiar con la amiga, se sintió desamparado, no sólo porque se le acabó la cooperativa, sino por la soledad que le quedó. Todo se termina. Al final no se la cogió. Lo pensó más de una vez, pero está aburrido de no sentir nada con las minas. Todas lo calientan pero de verdad le dan igual. No le importan ellas.  Sólo se las quiere coger. Enamorarlas un rato es lo que tiene que hacer  como una obligación para poder transar. Pero en cuanto está ganando, cuando ya la minita cayó, se siente vacío, mentiroso. Las mira desde el otro lado de la pared. Ninguna le puede. Sabe que con todas va a terminar mal o peor después de un tiempo. Coger y borrarse después, eso quiere.  Ir a pescar al arroyo al atardecer, levantarse a mediodía.  Estar lejos de su casa, de su madre cada vez más histérica de soledad y frustraciones. De su viejo y la novia y esa luna de miel de mierda que no se acaba más. Lejos de la facultad y las miradas de desprecio de los pajeros agrónomos. No quiere que llegue marzo, que el mundo vuelva a girar como siempre, que vuelva el frío y la playa se ponga dura como el hielo.  .
Desayuna unos mates con las galletitas del Chuy que le dejó la flaca cuando se fue, junto con la mayonesa y unas naranjas, tres cebollas, aceite, una lata de salsa de tomate  y dos paquetes de fideos.
La mañana está medio fría, no da para ir a la playa aunque hay sol,  el viento sopla fuerte y la arena pincha como agujas interminables contra la piel. Ya está harto de la arena pegada en el culo.  Se vuelve a tirar sobre el colchón desorganizado. Mira el techo y se acuerda del ruido extraño de las noches. Y que las flacas le dijeron que seguro esos eran murciélagos. Hay vampiros sobre su cabeza.

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