domingo, 25 de septiembre de 2011

fuera de foco

Matilde  observa  las arrugas finitas en su frente por enésima vez cuando se mira en el espejo, bajo la luz fría del baño. Maldito cambio global y las lámparas de bajo consumo.  Además se lavó el pelo hoy, y ya no es como antes,  ahora le queda un casquito marrón, medio erizado, oscuro y opaco, que prefiere no seguir mirando. No tiene más solución, ya está ahí y tiene que enfocarse en la reunión.  Al menos la ropa le queda bien pero en algún momento se darán cuenta de que su elegancia simplona es algo forzada. El traje le sobra demasiado en el pantalón. La botamanga  a veces le queda como incrustada contra el caño de las botas. El saco no es el perfect match, pero combina.
No ha empezado su presentación pero igual se le seca la boca sin  tregua cada vez que respira. Además está congestionada y el bebe no la  dejó dormirse hasta las dos de la mañana, y el marido se había tomado venganza, dijo venganza? descanso de sus noches de pasearlo a upa para que se durmiera.  Algo tan verdadero como falso, según qué abogado de divorcio quisiera demostrarlo (el de él o el de ella. Siempre fantaseaba con esos asuntos).
El hecho de que al otro día es su cumpleaños número cuarenta influye en dos direcciones (opuestas, claro). Si, siente que ha logrado algo aunque ese puesto no era lo que ella hubiera considerado éxito, diez años atrás.  Pero aún así es mucho más que la nada, el hecho de estar hoy, ahí  parada, nerviosa, esperando para hablar quince minutos sobre   los aspectos regulatorios de las inspecciones de calidad en los procesos administrativos de la industria.  Es  algo, un mínimo logro para su vida mínima.
 Repasa una vez más la presentación en papel. Siente que lo va a hacer mal. Por debajo de las expectativas. Lo peor en su historia personal siempre fueron las expectativas que no cumplió, las que le fijaron los otros cuando la consideraban tan inteligente, las que se puso ella durante todos los años en que estuvo convencida, segura, de su capacidad para llegar a los más altos niveles de algo. Lo siguiente peor eran todas las cosas que le habían pasado en su vida desde que podía recordar (la fiebre reumática que no fue, dos divorcios paternos, exilios, su madre bipolar, los cambios de colegios, de novios traicioneros, de carreras universitarias, y eso no era todo). A los diez, a los veinte, a los treinta, y ahora finalmente está a su nivel, se  equilibraron los conductos de Vernoulii, y se vuelve a enorgullecer de las metáforas científicas que no le puede comentar más que a ciertos interlocutores, sus ex compañeros de facultad, los que se cuidan de contarle de sus nuevos proyectos de investigación, de los detalles, de los problemas con los jurados de los papers. Para ellos alguien que no pipietea frente a una mesada solo puede comprender una vaga nube de datos pero no tiene el espíritu crítico necesario para una verdadera discusión. No se puede seguir adelante con la conversación.  Ni lo intentan.
Ella está entre los dos mundos y está fuera de los dos. Para los que no estudiaron ciencias, ella forma parte de ese mundo misterioso y ella tiene mucha vergüenza de admitir que no, que ya no. Y sin embargo todavía puede entender, puede recordar, puede explicar. Le faltan detalles pero tiene conceptos. Pero los otros tienen razón. Ella ya no pertenece.  Y acá en esta oficina, sí.  Encaja justo porque no esperan que encaje. Dan por hecho que tampoco sabe a fondo de lo que están hablando pero no le piden tanto, sólo que lo maneje como mejor pueda.  Y ella puede,  a su manera un poco despistada, torpe, entrecortada.  Pero está pudiendo. Y además quiere, quisiera un rivotril para poder frenar la locomotora que tiene en su pecho el día entero, algo que la lleva a volver a salir cuando entra, a volver a bajar cuando subió, a irse nuevamente cuando ya había llegado,-pero si frena eso, no a a poder más, subir y bajar, entrar y salir todo el día.

A medida que  va pasando las diapo en el power point.  trata de poner su mejor voz de segura y en el medio todos se rien aunque ella no pretendió hacer un chiste.
Ya está terminando y se siente más tranquila. Algo del ruido interior empieza a  bajar el volúmen. En eso ve que el subdirector sale a la puerta sin avisar y contesta el celular. Ella amaga levemente a frenar pero se da cuenta de que a nadie le importa. Son dos renglones más en su apunte. Mientras cierra la laptop y apaga el proyector todos salen muy apurados, ninguna felicitación o comentario. El director del área que es muy correcto, la saluda y le sonríe
-gracias,
Eso es todo, y se va.
Afuera hay un murmullo, se cierra la puerta con el último que sale y ella se queda sola en la sala de conferencias juntando sus papeles y sin poder ver a través del vidrio de la oficina,  las cortinas americanas están bajas.
Unos cinco minutos después tiene todo en orden, la laptop en su valija, los papeles en la carpeta, el saco puesto, para no cargarlo.  Nadie le comenta nada a ella directamente pero escucha que salió nomás, que ya pueden empezar,  está todo destrabado.  Ella sabe que hizo su aporte para lograrlo pero todos los que están ahí han hecho algo y mucho más. Sigue de largo medio apurada hasta su oficina para dejar las cosas. El pasillo es largo. Su escritorio está en un box solitario como una mesa de la prisión pero es su oficina particular, qué loco que eso sea un beneficio. Quisiera una sillita pelada al lado de la ventana. Y entonces de lejos escucha el chiiiiiiiis para la foto y las bromas, la incomodidad de la cercanía física entre hombres que siempre lleva a una risotada, alguno encuentra cómo meter el chiste.  No se dieron cuenta de que ella no estaba y no importa. Seguro iba a salir horrible con ese pelo y después se tendría que ver en el folletín mensual impresa en tonos azul y celeste.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Desde la arena



Desde la arena se puede ver la ventana con la luz prendida, es una especie de entrepiso del edificio del viejo Rambla Hotel. Conozco ese detalle porque estuve varias veces en ese apartamento.  ¿Seguirá teniendo esos mismos muebles, aquella mesa contra la ventana?.  Miro una vez más hacia arriba y doy vuelta para volver caminando por la playa en dirección opuesta. La luz en la ventana me lleva atrás en el tiempo.
Vinicius apareció de la nada en la facultad, cuando ya nos conocíamos  todos y no parecía que pudiera aparecer alguien nuevo en ese pequeño mundo. Al principio no le hice mucho caso, aunque me encantó su aspecto fuerte desde el primer momento en que lo ví, con razgos bien de varón, algunos rulos revueltos y la mirada seria y directa. Cuando me invitó al cine y nos fuimos después a comer unas pizzas a Tasende -yo lo llevé para que conociera uno de los bares míticos de Montevideo, pero a él no le impresionó mucho- ya en esa primera noche me dio vuelta la cabeza con su simpatía, con esa cercanía medio franela de los brasileros, que siempre le ponen un toque de amor como parte de la receta para la pasión, y después al otro día te dicen fue bueno pero acabó, querida.
Pero en ese momento yo no conocía las canciones brasileras y todo parecía tan profundo. Él me habló del destino, de que le había vaticinado una bruja que iba a conocer a la mujer de su vida en este viaje, y yo quedé como congelada, pasmada porque el destino estaba frente a mí, así de pronto a la salida del cine Metro, después de ver ¨Forrest Gump¨ en una noche de octubre.  Nos vimos varias veces más, nos cruzábamos por los  pasillos durante el día, él había venido a hacer su doctorado en Biología del desarrollo, yo trabajaba como colaboradora honoraria en el grupo de Biología Celular de la Facultad de Ciencias.  Me faltaba un año para terminar la licenciatura. Vinni era unos cuatro años mayor que yo y parecía el hombre más sabio que había visto en mi vida.  Me llamaba por teléfono, nos encontrábamos los sabados a mediodía, los domingos de tarde. Yo también estaba sola en la ciudad. No éramos pareja pero compartíamos tiempo juntos. Todo iba muy suave, muy lento. Una noche me invitó a cenar a su apartamento.  Había alquilado un lugar muy chiquito en el antiguo Rambla Hotel, creo que habían reconvertido las habitaciones del edificio en estudios para alquilar.  Cenamos arroz con camarones y vino blanco.  Todo muy romántico, y sin embargo, apenas nos besamos en el sofá un rato, y después me acompañó hasta mi apartamento, a unas diez cuadras de ahí, por la rambla. Entonces me contó que tenía una novia en Santa Catarina, pero que la iba a dejar. Que no estaba enamorado.  Todo parecía todavía más nítido, más seguro, aunque el tema de la novia se me revolvió en el pecho como si me apretaran el corazón y sentí unos celos fuertísimos, algo físico.  Después de esa noche, yo tomé un poco de distancia aunque estaba cada vez más obsesionada con Vinni.  Él me buscaba en la facultad, me llamaba para vernos.  Todo en un plan muy cuidado, a mí me impactaba esa cualidad moral en él, me parecía increíble que fuera tan honesto, tan fiel. Estaba llegando diciembre, y fuimos a ver los fuegos artificiales a la playa, él me abrazó  por la cintura y me cuidaba la espalda. Yo lo idealizaba cada vez más y a la vez me escapaba más de él. Me gustaba jugar a ser difícil. Si él no estaba accesible, yo tampoco.  Le había preguntado por su novia una vez más pero me dijo que todavía no podía hablar con ella.  Un par de viernes lo descarté y preferí salir con mis amigas a tomar algo y charlar. Me dijo que había una chica que lo perseguía y yo me reí. Me sentía segura, tranquila con mis decisiones, aunque él me gustaba cada vez más. Entonces, un sabado que no tenía planes y no había sabido nada de Vinni en toda la semana,  salí a caminar por la rambla, bajé directo a la arena y fui por el borde de la playa hasta llegar bien enfrente a su edificio. La ventana estaba iluminada.  Tomé coraje y subí las escaleras hasta el nivel de la calle, crucé. Qué incierto era el mundo sin celulares, pienso ahora.  Entré al edificio que a esa hora tenía la puerta de abajo abierta de par en par. Subí por la escalera  de malla metálica que rodeaba el ascensor antiguo y toqué timbre. Escuché voces adentro.  Cuando me abrió la puerta lo noté amable y nervioso pero no llegué a conectar ninguna idea. Pasé por el corredor oscuro que llevaba hasta el living, frente a la ventana donde estaba la mesa, y recién ahí entendí. Me quedé helada un segundo y después reaccioné. En la mesa había una vela, vino tinto, queso y  aceitunas. Y había una chica pelirroja sentada. Yo la conocía porque también era compañera de facultad, y estábamos cursando juntas al menos una materia. La veía los viernes en el laboratorio de fisicoquímica. Vinni me invitó a sentarme sin presentarnos y sin dar ninguna explicación.  Yo me senté porque no reaccioné a hacer otra cosa. Agarré una de las copas aunque sólo había dos, y me tomé un sorbo de vino. Me fui comiendo los quesitos y las aceitunas mientras él comentaba algo sobre un viaje, que se iba a pasar Navidad a Santa Catarina, y que pensaba volver en un mes. Tomé otro sorbo y casi me terminé la copa de vino.  Ya no quedaban más quesos y sólo había dos aceitunas enteras y varios carozos sobre una servilleta. Me paré de un tirón y la mesa tambaleó, la vela se cayó y el cebo se desparramó sobre el mantel. La pelirroja no parecía entender mucho pero tampoco se la notaba disgustada. Les dije, me tengo que ir, chau. Y salí tanteando el camino por el corredor sin luz, hasta la puerta. Bajé las escaleras mientras escuchaba mi corazón latiendo a golpes y un dolor filoso en la garganta me impedía ponerme a llorar hasta estar a una distancia suficiente. Salí a la calle, crucé para el lado de la rambla otra vez, bajé la escalera y me fui hasta el agua. Seguí caminando justo al borde  donde rompían las olas mínimas de la playa Pocitos mientras las lágrimas se me salían como propulsadas por la fuerza de la rabia.  Pero en ese momento todo lo que podía pensar era que había dejado escapar mi destino y sólo me quedaba seguir sin rumbo en el vacío de una equivocación. Después el tiempo empezó a pasar, lento al principio, más rápido después, y más rápido hasta que todo quedó tan lejos, tan atrás como una vida anterior. Lo único que queda de todo eso, es una luz prendida en la ventana del viejo Hotel Rambla.