domingo, 11 de septiembre de 2011

Desde la arena



Desde la arena se puede ver la ventana con la luz prendida, es una especie de entrepiso del edificio del viejo Rambla Hotel. Conozco ese detalle porque estuve varias veces en ese apartamento.  ¿Seguirá teniendo esos mismos muebles, aquella mesa contra la ventana?.  Miro una vez más hacia arriba y doy vuelta para volver caminando por la playa en dirección opuesta. La luz en la ventana me lleva atrás en el tiempo.
Vinicius apareció de la nada en la facultad, cuando ya nos conocíamos  todos y no parecía que pudiera aparecer alguien nuevo en ese pequeño mundo. Al principio no le hice mucho caso, aunque me encantó su aspecto fuerte desde el primer momento en que lo ví, con razgos bien de varón, algunos rulos revueltos y la mirada seria y directa. Cuando me invitó al cine y nos fuimos después a comer unas pizzas a Tasende -yo lo llevé para que conociera uno de los bares míticos de Montevideo, pero a él no le impresionó mucho- ya en esa primera noche me dio vuelta la cabeza con su simpatía, con esa cercanía medio franela de los brasileros, que siempre le ponen un toque de amor como parte de la receta para la pasión, y después al otro día te dicen fue bueno pero acabó, querida.
Pero en ese momento yo no conocía las canciones brasileras y todo parecía tan profundo. Él me habló del destino, de que le había vaticinado una bruja que iba a conocer a la mujer de su vida en este viaje, y yo quedé como congelada, pasmada porque el destino estaba frente a mí, así de pronto a la salida del cine Metro, después de ver ¨Forrest Gump¨ en una noche de octubre.  Nos vimos varias veces más, nos cruzábamos por los  pasillos durante el día, él había venido a hacer su doctorado en Biología del desarrollo, yo trabajaba como colaboradora honoraria en el grupo de Biología Celular de la Facultad de Ciencias.  Me faltaba un año para terminar la licenciatura. Vinni era unos cuatro años mayor que yo y parecía el hombre más sabio que había visto en mi vida.  Me llamaba por teléfono, nos encontrábamos los sabados a mediodía, los domingos de tarde. Yo también estaba sola en la ciudad. No éramos pareja pero compartíamos tiempo juntos. Todo iba muy suave, muy lento. Una noche me invitó a cenar a su apartamento.  Había alquilado un lugar muy chiquito en el antiguo Rambla Hotel, creo que habían reconvertido las habitaciones del edificio en estudios para alquilar.  Cenamos arroz con camarones y vino blanco.  Todo muy romántico, y sin embargo, apenas nos besamos en el sofá un rato, y después me acompañó hasta mi apartamento, a unas diez cuadras de ahí, por la rambla. Entonces me contó que tenía una novia en Santa Catarina, pero que la iba a dejar. Que no estaba enamorado.  Todo parecía todavía más nítido, más seguro, aunque el tema de la novia se me revolvió en el pecho como si me apretaran el corazón y sentí unos celos fuertísimos, algo físico.  Después de esa noche, yo tomé un poco de distancia aunque estaba cada vez más obsesionada con Vinni.  Él me buscaba en la facultad, me llamaba para vernos.  Todo en un plan muy cuidado, a mí me impactaba esa cualidad moral en él, me parecía increíble que fuera tan honesto, tan fiel. Estaba llegando diciembre, y fuimos a ver los fuegos artificiales a la playa, él me abrazó  por la cintura y me cuidaba la espalda. Yo lo idealizaba cada vez más y a la vez me escapaba más de él. Me gustaba jugar a ser difícil. Si él no estaba accesible, yo tampoco.  Le había preguntado por su novia una vez más pero me dijo que todavía no podía hablar con ella.  Un par de viernes lo descarté y preferí salir con mis amigas a tomar algo y charlar. Me dijo que había una chica que lo perseguía y yo me reí. Me sentía segura, tranquila con mis decisiones, aunque él me gustaba cada vez más. Entonces, un sabado que no tenía planes y no había sabido nada de Vinni en toda la semana,  salí a caminar por la rambla, bajé directo a la arena y fui por el borde de la playa hasta llegar bien enfrente a su edificio. La ventana estaba iluminada.  Tomé coraje y subí las escaleras hasta el nivel de la calle, crucé. Qué incierto era el mundo sin celulares, pienso ahora.  Entré al edificio que a esa hora tenía la puerta de abajo abierta de par en par. Subí por la escalera  de malla metálica que rodeaba el ascensor antiguo y toqué timbre. Escuché voces adentro.  Cuando me abrió la puerta lo noté amable y nervioso pero no llegué a conectar ninguna idea. Pasé por el corredor oscuro que llevaba hasta el living, frente a la ventana donde estaba la mesa, y recién ahí entendí. Me quedé helada un segundo y después reaccioné. En la mesa había una vela, vino tinto, queso y  aceitunas. Y había una chica pelirroja sentada. Yo la conocía porque también era compañera de facultad, y estábamos cursando juntas al menos una materia. La veía los viernes en el laboratorio de fisicoquímica. Vinni me invitó a sentarme sin presentarnos y sin dar ninguna explicación.  Yo me senté porque no reaccioné a hacer otra cosa. Agarré una de las copas aunque sólo había dos, y me tomé un sorbo de vino. Me fui comiendo los quesitos y las aceitunas mientras él comentaba algo sobre un viaje, que se iba a pasar Navidad a Santa Catarina, y que pensaba volver en un mes. Tomé otro sorbo y casi me terminé la copa de vino.  Ya no quedaban más quesos y sólo había dos aceitunas enteras y varios carozos sobre una servilleta. Me paré de un tirón y la mesa tambaleó, la vela se cayó y el cebo se desparramó sobre el mantel. La pelirroja no parecía entender mucho pero tampoco se la notaba disgustada. Les dije, me tengo que ir, chau. Y salí tanteando el camino por el corredor sin luz, hasta la puerta. Bajé las escaleras mientras escuchaba mi corazón latiendo a golpes y un dolor filoso en la garganta me impedía ponerme a llorar hasta estar a una distancia suficiente. Salí a la calle, crucé para el lado de la rambla otra vez, bajé la escalera y me fui hasta el agua. Seguí caminando justo al borde  donde rompían las olas mínimas de la playa Pocitos mientras las lágrimas se me salían como propulsadas por la fuerza de la rabia.  Pero en ese momento todo lo que podía pensar era que había dejado escapar mi destino y sólo me quedaba seguir sin rumbo en el vacío de una equivocación. Después el tiempo empezó a pasar, lento al principio, más rápido después, y más rápido hasta que todo quedó tan lejos, tan atrás como una vida anterior. Lo único que queda de todo eso, es una luz prendida en la ventana del viejo Hotel Rambla.

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