lunes, 9 de diciembre de 2013

Velocidad crucero


No soy una buena hija: para mí, darle un beso a mi madre, cuando aparece en mi vida una vez al año, es un acto protocolar, sé que se necesita mantener el ritual, y que parezca verídico, y sobre todo, que no se me note el disgusto. No sé cuándo empezó el rechazo a estar cerca de ella, a tocarla incluso, porque sí puedo recordar perfecto los largos años en que todavía era una nena y ella ya se había ido a España, y cómo aún siendo adolescente, cuando  venía de visita una vez al año, yo me volvía a convertir en una nena durante esos días, me sentaba a upa,  dejaba que me tratara como si fuera chiquita, como una forma de compensar todo el tiempo que me había faltado con ella, desde antes de que se fuera, cuando ya era un ser ausente en la casa donde vivíamos con mis abuelos, y donde ella nunca dejó de ser hija. Y yo, una especie de hermana menor de mi madre.
Como decía, no  puedo encontrar el recuerdo, el momento exacto en que empecé a alejarme, o la causa. Pero en la neblina de amnesia que recubre mis recuerdos, se destaca una idea, y es que todo se disparó desde el momento en que yo me convertí en madre, y pude comparar la sombra desde la misma vereda.  Crecí escuchando lo horrible que había sido cambiar pañales, despertarse de noche, y sobre todo, llevar el corral a casa de la mamá a la mañana para tener que ir a buscarme de vuelta a la noche, pero la queja era por el esfuerzo físico y jamás escuché una referencia a que le costara dejarme allí. Era el principio de los setenta y con el feminismo en explosión, nada más liberado para las jóvenes sin soutien, que dejar a los hijos en manos de las propias madres, mujeres sometidas si las había. Crecí con la sensación de que cuidar niños era el trabajo más desdichado, inútil y sacrificado del mundo. No estaba nada segura de querer vivir esa experiencia.

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Pero estaba en el cambio, lo que pasó cuando tuve a mi hijo en mis brazos, el hijo que era todo lo que siempre temí que me pudiera pasar, el hijo pesadilla, y aún así, hijo. Esa prolongación de mi existencia que me daba una responsabilidad inaudita, su vida en mis manos para siempre, y sin importar qué sentimientos me despertaba, era ineludible, intransferible.
Y mi espejo del pasado, de pronto reflejaba todo lo contrario, alguien que desde el primer baño prefirió delegar la maternidad como una tarea más, como ir al supermercado o pintar la pared. Sumado a la reacción nefasta  cuando la madre-abuela se encontró con un nieto esperado que tampoco era el nieto soñado. No recuerdo el momento porque en la pena se me perdieron muchas memorias, pero puedo imaginar que a partir de ahí, la bola de nieve empezó a rodar imparable. La madre ausente, abuela ausente, ahora aparecía una vez por año pero para opinar sobre todo, y sobre cosas que nunca hizo, nunca supo hacer, y para criticar mi vida de casada comparándola con la nada,  con la que ella  nunca tuvo. Y yo cada vez más fría, más impaciente e intolerante. Hasta que en un momento, por poco tiempo, pensé que lo había logrado, que ya podía pasar de largo por encima de todos sus comentarios sin contestarle, y estaba bien. Velocidad crucero, por encima de las nubes, quince mil metros sobre la tierra. Pero como el agua entre las rocas, o los gusanos en la tumba, ella encontró otro hueco. El foco ya no soy yo, para ella, ahora soy la víctima, mi familia es una mierda -dicho textual-, que mi hijo de once es un desalmado, un vago y un cerdo que me utiliza, que mi hijo de doce, con síndrome de Down es un subnormal (una descripción poco original), y que los chiquitos son una dulzura, pero sólo por ahora, hasta que aprendan a copiarle a los grandes. Nadie es perfecto, y todo que dice tiene un porcentaje de verdad, aunque no más que un diez o veinte por ciento. Todavía sigo volando a velocidad crucero, por encima de las nubes, quince mil metros sobre la tierra, pero ya no cargo el equipaje de la duda. 








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