martes, 7 de abril de 2009

El tren del invierno







Llegó apurado, como si el tren estuviera  a punto de partir.  Se sentó en un asiento quedaba vacío.  Se lo notaba ansioso, no paraba de mover los pies: a veces daba golpecitos con uno solo, otras veces, alternaba el movimiento. Cruzaba los pies, estiraba las piernas, las volvía a cruzar.   También se acariciaba las mejillas, con gesto preocupados.  Todavía faltaban quince minutos para que el tren partiera.
El día gris que se dibujaba por las puertas de la estación, hacía pensar que el vagón era una especie de cueva  subterránea que protegía del frío y de la tormenta invernal que en cualquier momento comenzaría.
El chico nerviosos llevaba calzoncillos de lana.  Se le notaban por debajo del jean.  Eso le daba un aire de fragilidad que contrastaba con su gorra y campera verdes estilo militar.  Más bien parecía un militar de la Antártica, yo que su campera tenía  una capucha bordeada con piel oscura. Quizás para contrarrestar su naturaleza friolenta y casi inocente, es que se había hecho un piercing en el labio inferior.  Con aquel símbolo ritual parecía decir:  ¨¡Alto!  No soy tan frágil como parezco.  Tengan cuidado.¨
El tren arrancó su marcha.  El movimiento inicial, siempre impredecible, lo tomó por sorpresa.  El movimiento de vaivén se fue acelerando, ruidoso y pesado, un poco sacudido sobre los viejos rieles.
El muchacho dejó de mover los pies.  Observaba el paisaje gris a través de la ventanilla, con la mejilla apoyada sobre su mano.  El tren atravesó el territorio solitario sembrado de rieles y cables, de villeríos lejanos y rascacielos intocables como telón de fondo.
Cuando el tren se detuvo en la primera estación, el muchacho se puso alerta, como si hubiera percibido un sonido que lo despertara de su meditación. En cuanto sintió el movimiento nuevamente, se calmó.  El tren seguía su marcha. 
Imperceptiblemente, el cielo empezó a oscurecerse, cada vez más.  Los muros sucios, que alguna vez fueron blancos, reflejaban un resplandor apenas violeta.
El muchacho miraba hacia abajo, para no marearse con la sucesión de imágenes que pasaban por al ventanilla. Los árboles, esqueletos negros que protegían este tramo del camino, parecían tristes guardianes de las vías manchadas de aceite.
El tren se detuvo en la siguiente estación.  El chico se enderezó, miró alrededor.  El cielo estaba más negro, casi no se veía nada afuera.  El chico sujetó con las dos manos la mochila negra que llevaba en la falda. Que no se le fuera a olvidar. 
En este tramo el tren parecía ir más y más veloz.  A través de la campera verde se empezó a distinguir el fondo rojizo del tapizado de los asientos.  La cara y el gorro verde permitían ver algo de la ventana del otro lado del tren. 
A medida que la velocidad aumentaba, el volúmen que ocupaba el cuerpo del muchacho, se iba convirtiendo en una masa de puntos negros y verdes, algunso beige, cada vez menos densos.  Pronto se parecía a la nube de humo que dejan los camiones viejos por la ruta.
El cielo estaba cada vez más negro.  Nadie iba sentado al lado del chico nube de humo.
Entonces el tren empezó a disminuir la velocidad, en un decampado, y en una curva se sacudió tanto que deba la impresión de que iba a descarrilar. 
Con el salto brusco, la nube negra se disolvió completamente.  A la vera de la curva apareció un pequeño pino verde, no muy alto, con su tronco negro, y con un arito  plateado que colgaba de una rama.  Su verdor contrastaba con los paraísos desnudos y los plátanos secos. 
El tren se detuvo en la siguiente estación.  Un muchacho de unos veinte años, subió y se sentó en el asiento.  El tren arrancó. El muchacho se acariciaba la cara gesto preocupado

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