sábado, 4 de junio de 2011

Secretos bien guardados


Hacía tanto tiempo de todo eso que en realidad ella creía que ya no lo recordaba, hasta que Alejandro le hizo la pregunta cuando volvió de visita con su mujer y sus hijas aquel verano, veinte años después.
Aunque no todo había sido malo durante aquellos años perdidos que vivió en el apartamento oscuro y frío de la calle Cebollatí, cuando Gabriela se vino a Montevideo para empezar la Facultad, ella se había olvidado de todo, como si no hubiera existido nada de eso. El olor a sopa rancia del corredor y la escalera, el frío que no había con qué templar durante el invierno, el miedo a la oscuridad como si fuera una nena.
Para ahorrar y sentirse acompañada trataba de compartir los gastos y el espacio:  el primer año compartió el apartamento con un par de chicas pero resultaron una más rara que la otra. Al final prefirió la soledad aunque el silencio le explotaba en los oídos como una chicharra. Los viernes de noche, si no tenía programa, se desesperaba revisando la agenda hasta dar con alguna amiga que le hiciera gancho para salir. Casi siempre era Patricia, que era una combinación de freak y diversión en proporciones saludables. Varios años antes de los celulares, el mail y facebook,  la tarea de armar las salidas del fin de semana empezaba desde el miércoles o jueves.

Entre todos los que pasaron por ese apartamento, estuvo su primo Alejandro. Se había ido del país con su familia cuando tenía unos doce años, en plena dictadura, y su padre se fue escapando de los milicos.
Ella era cuatro años menor que él y lo recordaba como un chiquilín muy grande, muy alto, que tenía fuerza para hacer pozos muy hondos en la playa, y tiraba bombas de arena que hacían doler muchísimo.
Pasaron los años, se escribían cartas cuando viajaba algún tío o los abuelos, iban y venían fotos familiares a través del Atlántico, algún regalo. Nunca perdieron contacto. Cuando Alejandro le escribió para contarle que venía a visitar a los tíos y a ver la ciudad por un par de semanas, ella le ofreció su casa para quedarse. Cualquier compañía era mejor que la soledad.  
El primo Alejandro seguía siendo altísimo, obviamente más que Gabriela que era muy alta para ser mujer. Y era flaquísimo, más que Gabriela, que tenía unos brazos y piernas huesudas que odiaba muchísimo a sus dieciocho años, y que eran iguales a los de las modelos que empezaron a aparecer en las revistas unos años despues.

Se podía decir que el primo tenía el aire de familia que los unía. No era feo, pero tampoco era exactamente lindo. Pelo negro, anteojos, y acento español. A esa edad en que el histeriqueo es el estado natural de las mujeres, la duda de si le gustaba o no el primo no le impedía coquetear permanentemente con él, así como con casi todos los tipos que se le cruzaban por el camino.
Durante un par de semanas fue guía turística, cocinera, compañera de viaje, y cita del primo Alejandro, todo en uno. Fueron al edificio Panorámico, para ver la ciudad desde los alucinantes veinticuatro pisos del Empire State montevideano, subieron al Cerro, pasearon por la Feria de Villa Biarritz y se comieron un chivito sentados en el pasto del parque, salieron a bailar, fueron a la playa y varios asados con todos los tíos. En el fin de los años ochenta el ícono de la moda pop era Madonna con sus encajes, sus leggings, aros enormes, rouge, mucho delineador y rulos revueltos. Gabriela tenía el poster en la pared del dormitorio y se vestía como ella. Su vestido favorito era uno mini de lunares blancos sobre fondo negro, con un cinturón de hebilla dorada, y los labios pintados de rojo fuerte. Se sentía linda entonces. Pero aún así no dejaba de odiar sus piernas.
Alejandro era un chiquilín de esos buenos de más. Tan bueno que las chicas no se lo tomaban en serio, porque era muy manso, se le notaba en los ojos que entregaba el corazón demasiado rápido, siempre buscando una compañera que no llegaba. Gabriela le gustaba porque era linda y simpática, porque tenía los ojos azules y porque jugaba con él todo el tiempo, pero le gustaba sobre todo porque sabía que ella tenía ese mismo vacío, esa necesidad desesperada de encontrar alguien que la quisiera sin condiciones. Los dos escondían sus dolores. Pero Alejandro estaba perdido en su vieja ciudad natal, y Gabriela era locataria, para guiarlo y para hacerlo sufrir de amor. Pero entonces, la noche en que Alejandro se iba  unos días a Tacuarembó a visitar a su abuela materna, sucedió aquello. Gabriela, muy apurada como siempre, en todo lo que hacía en su vida, le fue a dar un beso y un abrazo de esos medio franela tan típicos de ella, cuando Alejandro le dio un beso en la boca. Tan rápido fue, tan de sorpresa la tomó que ella hizo como si no hubiera ocurrido.
-Chau, le dijo, como si nada.
Y el primo se subió al auto del tío Roberto. Porque además, el tío estaba ahí a unos metros, aunque Alejandro estaba de espaldas y no se veía nada. Gabriela quedó como estampada contra la oscuridad de la noche y lo saludó con la mano, parada en el escalón de la entrada del edificio, mientras el auto daba la vuelta a la esquina para volver al centro.
Dos días después de esa noche, Gabriela se enteró de un proyecto nuevo, siempre había algo nuevo en la Facultad, y se anotó en el grupo de voluntarios para hacer un relevamiento de la erosión en las costas de Rocha. Siempre había planes de último momento en su vida. Gabriela volvió de la salida de campo justo un día después que el primo se había tomado el avión a Madrid. Y así siguió la vida.  Borró el asunto de su cabeza en unos días, no porque no le importara sino porque no sabía qué hacer con esa situación tan rara que había vivido con el primo.

Durante un par de años no se acordó  del asunto hasta  una tarde de diciembre, cuando el calor ya derretía el asfalto de la calle. Gabriela y Patricia se bajaron del ómnibus y caminaron tres cuadras como tenían anotado en el papelito que les dio otra amiga que había ido a ver a la vieja vidente unos días antes y las dos habían quedado fascinadas con la historia. Cuando llegaron a la dirección indicada se encontraron un caserón enorme, viejísimo, bastante deteriorado. Entraron y se soprendieron porque el pasillo las llevó por una escalera finita que daba a un patio interior. La puerta de la tarotista estaba pintada de celeste y tenía muchas macetas alrededor, casi todas con geranios. El interior del apartamento era bastante deprimente, el espacio era mínimo pero estaba recargado con un sillón rojo de cuerina, mesitas ratonas, potus, crucifijos, velas prendidas, estatua de la virgen, estampitas. La heladera estaba en la salita y la cama se veía a través de una cortina de cuentas de vidrio que separaba apenas los dos ambientes. La mujer tenía el pelo teñido del color rubio amarillo de las señoras viejas. Era un poco gordita, baja, usaba un batón con flores, y llevaba un rosario colgado del cuello.
Primero entró Gabriela, se sentó en la silla del comedor mientras la bruja la saludaba como a una sobrina,
 -hola mi amor, sentate por acá. Contame, cuántos años tenés?, ¿de dónde sos?, ah, y ¿qué estudiás?.
Las preguntas resultaban un poco decepcionantes para Gabriela, que estaba esperando que la bruja supiera todo por arte de magia sólo con tirar las cartas. Después la mujer se puso a barajar un maso  muy grande, le hizo cortar al medio y sacar una carta. Después ya no, sólo fue escuchar y escuchar a la mujer. -Sos muy inteligente, muy sensible. Tuvista un gran amor antes de los quince. Te gusta la naturaleza, el arte.
La cosa siguió por caminos algo difusos, primero la tarotista le describió a Gabriela su propio pasado con una cierta precisión lograda entre pregunta y pregunta  y después, ya con más confianza, le empezó a contar el futuro.  -Vas a conocer al amor de tu vida en el final de un camino. Vas a viajar mucho, y vas a tener éxito profesional pero vas a tener que elegir entre dos futuros posibles, entre dos trabajos, entre dos países, entre dos hombres. Uno de ellos va a ser rubio, fuerte. El otro, más delgado y alto, castaño. Quizás viene del extranjero, pero es alguien muy cercano a tí. Tendrás que elegir sin saber. Hay una vida en tu camino con él pero tiene obstáculos. Cuidado. Hay otras vidas posibles para vos pero sólo una será real. Las otras las vas a vivir en tu imaginación, siempre.

Después, siguió hablando pero Gabriela ya no escuchaba demasiado.  Algo había recordado, que la distrajo, como siempre se distraía en todos lados después de un rato.  De todas maneras la sesión duró unos minutos más, y la bruja la despidió con una palmadita en la espalda y el consejo de lo bueno que era tomarse un jugo de naranja con zanahoria todas las mañanas, que le iba a dar fuerzas para estudiar y para ponerse fuerte. Otra vieja que la veía demasiado flaca.
La visita a la tarotista la dejó tranquila, le aseguró un buen futuro y ella se sintió más segura. Y se olvidó de la charla.

Por el camino siguió conociendo a hombres especiales (todos lo eran), casi ninguno parecía el amor de su vida, aunque se hacía la misma pregunta con cada uno que pasaba por su vida y por su cama. Hubo un brasilero que conoció  en un cumpleaños. Era estudiante de ingeniería y estaba de visita en la ciudad. Y se fueron caminando desde el Buceo hasta el Barrio Sur, y a la madrugada estaban abrazados desnudos en el sofá, con dos copas de vino y un candelabro encendido. Pasión y romance, o sea, todo lo que Gabriela soñaba. Después que se fue el brasilero, durante meses pensó que se había perdido al amor de su vida, que se había equivocado de futuro, de destino y que por delante sólo le esperaba soledad y vacío. Todo hasta que una noche salió con Patricia, por salir nomás, a un boliche bastante de levante. Y lo vio a Salvador, con pinta de modelo de perfume unisex, todo vestido de negro, altísimo, morocho de pelo revuelto y con unos ojos oscuros demasiado lindos. Era un poco flaco de más, es decir, del talle de Gabriela. Un poco por el lugar, otro poco por la preciosidad del morocho, se decidió a ligarlo. Le dijo a su amiga, dejame que voy a ver si existe de verdad, y fue cosa de un minuto que ya estaban charlando sin parar. Largó a Patricia en medio del boliche y se fue para afuera a conversar con él en el cordón de la vereda en plena madrugada de fin de primavera. De ahí se fueron a su apartamento solitario pero muy visitado, y siguieron de largo durante ocho meses hasta que no se soportaron más. Se separaron y no volvieron a verse jamás. Ese fue el último amor apurado de Gabriela.

Entonces llegó el verano del último año de facultad, sólo le quedaba lel último exámen final. Como siempre, se mandó unos días de vacaciones a la playa, a acampar con amigas, Ese era su ritual  infaltable, inamovible, su premio, su tesoro, la fuente secreta de su energía para el resto del año.
En algún momento de una noche de caipirinhas y cielo estrellado conoció a Dante y toda su calma y sus rulos rubios y en menos de dos días ya estaban juntos para siempre. Se amoldaban perfecto en la mesa del comedor y en la cama, en el ómnibus y en el cine. No se separaron, no tuvieron altibajos, ni presiones. Combinaban perfectamente. La vida siguió con ellos dos juntos en las buenas y en las malas. Pasaron los años, llegaron los hijos, cambiaron de trabajos, de casa, y quizás, de ideología.
Y un día volvió el primo Alejandro con su mujer y sus hijas. Se encontraron en un asado gigantesco con muchos pero muchos primos, tios y sobrinos. Se abrazaron con alegría profunda, relajados, respaldados  por la familia que había construido cada uno. Charlaron de sus trabajos, de los niños, de la inflación. De pronto el primo Alejandro le preguntó a Gabriela si se acordaba de aquella vez que él se había quedado en aquel apartamento chiquitito donde ella vivía. Por un segundo, de verdad que Gabriela se quedó en blanco y le dijo
- ay, tenés razón, ¿sabés que no me acordaba?.
La cara de Alejandro perdió la sonrisa por un instante mínimo, pero se reacomodó enseguida. Siguió la charla amable por unos minutos más y después se alejó. Mientras seguían hablando de bueyes perdidos en voz alta, a Gabriela se le conectaron los recuerdos perdidos pero ya era tarde para decir algo y no quedar como una tarada. Prefirió seguirle la corriente a Alejandro, portarse como una mujer madura que había dejado atrás las memorias guardadas de un par de décadas. Entonces a ella se le borró la sonrisa apenas perceptiblemente. Pero en un segundo recuperó su mueca de resplandeciente alegría familiar. La voz de la bruja a contraluz le sopló al oído unas palabras que había olvidado. Gabriela entonces miró a su hijo, alto y delgado, jugando en el pasto con una de las hijas de Alejandro, que tenía unos ojos celestes muy familiares. De pronto tuvo la sensación de que esos niños hubieran existido en otra vida posible, casi iguales que en esta.

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