(Quiero ser Elena Ferrante escribiendo
sobre mi vida). 24 Enero 2017, En alguna esquina de Rocha, Uruguay
Me despierto con la consciencia de mi
vida doméstica y me brota la furia de lo inadecuada que he resultado para la
vida. Pensé que con estudiar ya estaba todo resuelto, que el feminismo era algo
superado que se daba por descontada la igualdad de géneros, porque en la
primaria y en la secundaria siempre las mujeres éramos mejores alumnas que los
varones. Recién en la facultad empezaron a aparecer cerebritos varones a mi
alrededor que me asombraban y me disgustaban en la comparación. Recién ahí
descubrí que había mucha gente con mayor capacidad intelectual que yo.
Pero acá estoy subiendo la escalera con
un atado de ropa empapada para lavar, en la casa soñada de la playa que cada
noche se convierte en el castillo embrujado en la cima de la montaña, sólo que
estamos rodeados de pinos y monte y vuelvo a pensar en la impulsividad para
decir sí a un proyecto que parecía el sueño de la vida, la casa propia en la
playa. La excusa era que mi cuñada nos debía plata y comprar el terreno era
perfecto para reclamar la deuda.
Pero siempre estoy cambiando a mayor
velocidad de la que puedo estimar. Diez años estudiando y trabajando en
ciencias para tirar todo por la borda cuando nació mi primer hijo, porque
descubrí que sólo quería estar con él, y con el hijo que siguió, y con el otro,
y que no podía manejar la casa y las agendas infantiles con un trabajo, y que no soportaba a las empleadas.
Sobre todo no se me ocurrió ver que
estaba asumiendo la división de roles de manera definitiva y que eso me iba a
ir carcomiendo de a poco de la misma manera que a mi abuela materna cuando se
comía las uñas frente al televisor y daba la sensación de que se sentaba ahí sólo como una excusa para pensar en silencio.
Jamás la vi concentrada en ningún programa de televisión.
Cuarenta años soñando con tener una casa
en la playa para ver las incomodidades y complicaciones que esto trae, para
encontrarme repitiendo los gestos de mi tía y mi abuela paterna cuando
organizaban y mantenían sus casas en la
playa. Yo me creía tan inteligente y sin embargo nunca vi venir nada de esto.
El trabajo repetitivo, inagotable de tratar de mantener el orden, prepararse
para la siguiente comida, no queda un espacio para verdadero relax, se nota en
lo poco que leí este verano.
La parte más triste es que como todo lo
que viene dado, para mis hijos la casa, la playa, todo es lo más natural y al
alcance de la mano y nada de esto los entusiasma en serio. Se lo toman en
silencio como una obligación de hijos. No se lo pasan mal pero nadie parece
estar en la gloria. El cielo, el bosque y el océano que nos rodean para ellos
son nada.
Tenemos la obligación de pasarlo bien.
Hemos invertido dinero en nuestro sueño. No nos podemos ir así nomás de la
casa, hay que quedarse a disfrutarla aunque cada noche me da un miedo intenso
la oscuridad, los sonidos, el vacío, o peor, los sonidos desconocidos. La
amenaza fantasma desparece cada mañana cuando sale el sol y todo vuelve a ser
increíblemente hermoso.
Y sé que tengo otras doce horas de luz
para pasarlo bien, para hacer rendir el día. Un detalle de tantos que me
estresan en vacaciones es que mis hijos no tienen la misma idea sobre hacer
rendir el día, cada movimiento, levantarse, salir, caminar, volver, lavarse,
sentarse a comer, sacarse la mugre de los pies, acostarse, todo es una pelea
más o menos civilizada y agotadora.
El aislamiento es otra cosa que me
sucedió sin que me diera cuenta. Al principio sí, la primera semana que mi
marido se fue de viaje y yo tenía a un bebe de cuatro meses y estaba sola en la
casa y no salí a la calle porque hacía frío
y él estaba recientemente operado del corazón y con bronquiolitis o algo
por el estilo, llamé a una amiga, que no
era tan amiga, era una chica mayor que yo, que me había guiado en el
laboratorio donde hice la tesis de maestría. En esa época todavía creía que
tenía amigos nuevos y que podía seguir generando vínculos pero nadie de ese
grupo sobrevivió. Yo dejé a algunos y la mayoría me dejaron a mí. Nada se
sostiene. Pasé por varios trabajos y de
a poco fui perdiendo la ilusión de crear nuevas amistades, compartir todos los
datos de la vida diaria no te hace amigo. Sólo te agota. Después pasé años en
la puerta de la escuela, hablando con sucesivas madres, la única ilusión de
amistad nueva.
Y acá estoy de nuevo frente al océano,
dejé el pasado en el que vivo flotando y
puedo mirar a mi alrededor otra vez. Los amigos del pasado son imágenes de
arena, algunos no resisten la menor sacudida, otros se han convertido en una
figurita falsa, nos podemos juntar a comer pero el vínculo real desapareció.
Entonces estamos solos en la casa
hermosa. No tengo invitados que entretengan a todos, y en el fondo temo que no
lo voy a pasar bien con nadie. De todas maneras he intentado invitar gente pero
las complicaciones de agenda lo impidieron este verano. Mis hijos preguntan educadamente cuándo
volvemos a Buenos Aires.
El viento de Rocha es una buena excusa
para quedarse. La más real en verano.
La familia extendida, los tíos, las
primas, gente querida y lejana. Cuando me acerco empiezan las imperfecciones,
las mezquindades. La reunión a la que tengo que ir y ya calculo lo que tal
piensa de mí, que en realidad cambié tanto que ahora soy peor que todo lo que
juzgaba antes, que me muero por ir a Punta del Este y no lo quiero reconocer. Y
aún así voy a ir, a poner cara de que está todo bien porque somos familia y es
lo poco que hay. Aunque siempre siento que soy la que hace el esfuerzo, por
venir, por estar. Tengo deudas con ellas, con sus padres que me invitaban a sus
casas, es una deuda impagable, los favores de la infancia, esos que me hicieron
crecer de una forma que no hubiera sido posible sin sus aportes.
Y yo sigo cambiando, es cierto, cuando
hicimos la casa en punta del diablo deberíamos haberla hecho en José Ignacio
que era más cool y se puede alquilar más caro, pero ya necesitábamos estar en
punta del este para que mis hijos porteños de colegio bilingüe se encuentren
con sus amigos en verano. Todo lo que yo no tuve
Cambio más rápido de lo que puedo
manejar. Antes amaba el mundo hippie de Valizas, hasta que tuve dos hijos y la
vida sin agua y sin luz me agotó. Pasé a un nivel superior de bohemia hippie
chic, punta del diablo, pero ya me queda incómodo también. Me salva que estoy
segura de que si hubiera hecho la casa en punta del este, también la odiaría y pensaría que todo fue un error. Eso podrían
poner en mi tumba
tanta cosa que decir.
ResponderEliminartantos puntos en común, que habría que sentarse a hablar.
aunque yo disfruto de la casa que estoy haciendo en solís.
y ya me fui hace rato del que dirán si...
abrazo
encontrarme esta presencia viva en el blog es una sorpresa con gusto a revival, sigamos charlando, te voy a visitar a tu blog
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